domingo, 27 de diciembre de 2009

Lo que se va...






Entre las cosas cotidianas, aparentemente intrascendentes que perdimos en este año que se va, quiero rescatar a la Familia Burrón y el refresco Wink. La celebre historieta de Gabriel Vargas ya no circula a nivel nacional desde septiembre y la susodicha bebida de toronja ha dejado de consumirse en Mazatlán.

Quizás tenga un poco más de tiempo de ido el refresco, pero fue en este año que caí en cuenta. No lo vendían por mi casa y me tocaba disfrutarlo en una casa a la que iba de visita.

Cada año nos quita algún detalle al que a veces no le damos importancia, pero con el tiempo se vuelven una suma de pequeñas revelaciones de un entorno cotidiano antes inamovible.

¿Alguien sabe cual fue el último año en que se bebió el refresco Mission o dejó de funcionar en nuestro puerto la agencia de automóviles Studebaker?

En diciembre de 1999, dentro de mis festividades personales del nuevo milenio, me compré una camioneta que tuve que guardar en una vieja pensión del centro. Al ir a echarla a andar, mi padre me contó que en esos patios había estado la agencia Studebaker, señalándome un letrero de lámina, casi completamente borrado, donde se adivinaban las letras desleídas, (básicamente un “S” gigante).

El sitio había sido gasolinera, autobaño y tienda automotriz. Por si fuera poco, él y mi abuelo, en calidad de contratistas, instalaron en su tiempo los pisos de mosaico. Con sumo orgullo, mi padre me mostró una línea de zoclo sobreviviente aún de la catástrofe, ya que el edificio no tenía techo y revelaba demasiados años en el abandono.

De no ser por esa escala mecánica, hoy todos esos detalles serían desapercibidos para mí. Una tienda próspera en el centro de Mazatlán, hoy perdida, reminiscencia del Boom automovilístico.

Hace días dejé ahí un vehículo y descubrí que la última evidencia, ese letrero redondo, ya fue desprendida, aunque durante este verano recuerdo que se lo mostré a alguien. El orden del cosmos ha perdido una insignificante seña de identidad; llegará un día que no prevalecerá ningún letrero de esa marca sobre el planeta.

El Studebaker fue en su momento un automóvil muy moderno, uno de los primeros con forma simétrica y sin guardafangos curvos. Hugh Hefner, el fundador de la Revista Playboy, cuando descubrió que el tercer número se había vendido a mares, lo celebró comprándose uno, ya que ese era el único vehículo “que se veía igual cuando iba para atrás o para adelante”.

¿Habrá sido ese letrero el último del orbe? ¿Alguna gasolinera de Wyoming o quizás una pizzería de Nueva York mantendrán alguno olvidado en un rincón? La compañía desapareció a principios de los 60s, derrotada por Ford, Chrysler y GM. Era la que ofrecía más ahorro en combustible, pero en aquella época eso no era lo importante.

Las reflexiones de fin de año, por simple naturaleza, generalmente las dirigimos a los seres humanos. Los objetos inmóviles ocupan un necesario según plan, aunque en el esquema del orden del caos, a veces son más decisivos que las decisiones razonadas de los seres conscientes.

Una revista, una bebida, un anuncio oxidado o la marca de un vehículo son presencias dispersas del universo cotidiano. Pueden parecer mínimas, frívolas o insignificantes, pero de ellas está hecha la sustancia de la vida.

¿Qué otros pequeños detalles perderemos del ambiente doméstico sin darnos cuenta en este 2010 que se avecina? Ojalá sea algo práctico, como esa gente que nos llama a las 7 de la mañana para vendernos una tarjeta de crédito.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Navidades...





Hoy, 21 de diciembre, es el día más corto del año y también el de la noche más larga.

Técnicamente, a escala planetaria y cósmica, el año nuevo empezaría hoy, momento en que la esfera realiza un celeste paso de vals y, literalmente y sin darse cuenta, el mundo se mueve.

Algunos teóricos afirman que el año debería iniciar otro día 21, pero en el mes de marzo, para que el ciclo anual marche acorde al paso de las estaciones. Otros miden el tiempo por carnavales y algunos niños a través de las navidades.

Con la navidad, a mi me toco conocer los pasos de las globalizaciones.
La primera navidad que recuerdo fue la de 1975. Recibí un robot mecánico al que se le abría el pecho, saliéndolo unos cañones de foquito rojo, y que luego daba vueltas de manera desorbitada, para luego seguir su torpe andar... En el verano de 2003 entré a una tienda de antigüedades de Canadá y me encontré uno valuado en un dineral, mucho más de lo que llevaba para mi estancia de dos meses.

Fue tan sorprendente el hecho que ni siquiera caí en cuenta de que los juguetes de mi infancia ya eran material de coleccionista. Alguien me consoló informándome que ese robot salió al mercado desde 1955 y por tres décadas no pasó de moda.
Ese robot fue la primera evidencia de que Japón había perdido la guerra, pero que iba vengarse invadiendo el mundo con juguetes de baterías. El Tío Gamboín fue su más eficaz propagandista.

En 1980, estaba de moda una serie bélica llamada “Los tigres voladores”. Las aventuras de una escuadrilla de combate acantonada en el Pacifico Sur durante la Segunda Guerra Mundial era la temática. A me amanecieron dos Zero japoneses para armar, ya que los Corsarios, usados ferozmente por los protagonistas, ya habían desaparecido del mercado local por la euforia consumista.

Mis aviones venían con una ficha técnica muy amplia, incluyendo las especificaciones de los motores, los cuales eran marca Mitsubishi. La sorpresa fue más grande cuando esa misma navidad, camino a Copala para visitar a la familia, vi en la carretera una sonriente familia estadounidense, arriba de un jeep de la misma marca que el avión, destacada con unas letrotas inmensas al frente. ¿Qué no eran enemigos? Bueno, los tiempos cambiaban.

Otra navidad me regalaron un balón de futbol americano. Lo usamos ese día en la mañana y jamás lo volví a tocar. Era un juego que requería la presencia de equipo especial, respeto a complicadas reglas, así como amigos fresas, tres cosas inadmisibles en mi mundo. Además era un deporte odioso: los domingos el canal 5 cancelaba las caricaturas y nos endilgaban largas trasmisiones. No quise saber más de ese bizarro pasatiempo hasta que vi “Jerry Maguire”.

Muchas niñas aprendieron las crueldades de la globalización al comparar sus muñecas Barbie. A pesar de su uniformidad genérica, dichas muñecas estilizadas venían en dos versiones fácilmente reconocibles: la de piernas flexibles y las de plástico rígido, de un plástico muy similar al de los Chapulines Colorados que vendían en “Las Baratas”.

La escritora angelina Sandra Cisneros tiene un hermoso y triste relato sobre eso, donde narra el incendio de un almacén de juguetes y las niñas del barrio terminan con Barbies originales, un poquito chamuscadas, pero con piernas flexibles. El cuento se llama “Barbie Coa”.

Lo bueno es que a los verdaderos niños no les importa la procedencia de los verdaderos regalos. Son para jugar y ya, que importa de donde vengan. La infancia dura un solo día y además puede volver la vida más larga.

domingo, 13 de diciembre de 2009

La música de la fiesta





De todos los que hemos escrito alguna vez sobre el cine, poco escribimos sobre esa música mexicana a la que suelen acudir los gringos en sus películas de vaqueros.

A muchos espectadores nos hace reír – o nos molesta – que pongan mujeres con peinetas y castañuelas arriba de una mesa… O que entonen “Cielito Lindo” a ritmo de flamenco, canción que a fin de cuentas es española. (En ningún lugar de México hay una Sierra Morena; en cambio se menciona varias veces en la ópera “Carmen” y los poemas de Federico García Lorca).

Vemos películas donde el mexicano aparece ocasionalmente y le endilgan un jarabe o un sonido de violincitos y trompetas al ritmo de cualquier son jalisquillo.

Sin embargo, no todo es folklore trasnochado o recuerdos de una corrida de Toros en Tijuana. Hay películas donde la música de la fiesta aparece con mayor dignidad, no sólo musicalmente hablando, si no que irrumpe como un toque de humor o coro griego que recuerda a los personajes – y al espectador de paso – el misterio de la vida.

Acabo de volver a mirar “El tesoro de la Sierra Madre”, la cual si está ubicada en México, y que es una auténtica creación conjunta de B. Traven, John Huston y Humphrey Bogart. La toma donde Curtin confiesa que desea comprarse un campo de duraznos porque de niño vivió en uno en California, es acotada con música mexicana, la cual aparece de nueva cuenta al final, cuando el oro es llevado por el viento y el viejo Howard, carcajeándose como sólo sabía hacerlo Walter Houston, le dice que se vaya a Texas a consolar a la viuda de su amigo, aprovechando que ya viene el tiempo de la cosecha.

En “The Wild Bunch” (Pandilla Salvaje) el grupo de bandidos gringos es recibido con algarabía en un pueblo mexicano y al despedirse cantan a coro Las Golondrinas. El Indio Fernández, encarnando un general huertista cuyo asistente es el joven Alfonso Arau, arma una fiesta donde “El son de la madrugada” resuena discreto mientras los cowboys se bañan en unas barricas de tequila… Al final todos acaban muertos, menos el mexicano que se lleva las cajas de parque para su pueblo rebelde.

La secuencia donde el Indio Fernández, entre balas y cañonazos, le mienta la madre a los villistas antes de subirse al tren militar, es de oro molido. Otro director mexicano que por ahí anda es Chano Urueta, interpretando a uno de los viejos campesinos del pueblo rulfiano

Quizá el compositor de más lujo que acometió melodías incidentales en un western fue el francés Maurice Jarré, en “The professionals” con Lee Marvin, Jack Palance y Claudia Cardinale. La escena donde todos los bandoleros mexicanos se están emborrachando, mientras los güeros colocan la dinamita, posee una melodía muy grácil, con guitarras, salterios y marimbas, digna de nuestros mejores huapangos populares.

Maurice Jarré es el mismo de “Dr. Zhivago” y “Lawrence de Arabia”. También musicalizó “Un paseo por las nubes”, pero la falsa serenata mexicana es del cubano Leo Brouwer.

Otra de mis favoritas es “El secreto de milagro”, dirigida por Robert Redford, en donde un vals resuena a cada momento, a veces entorpecido con un bandoneón argentino que nada tiene que hacer ahí... La escena final, donde Carlos Riquelme va a la fiesta acompañado por La Muerte, es de una plasticidad melódica que sólo el cine y la memoria permiten apreciar al mismo tiempo.

Los verdaderos historiadores del Oeste dicen que en ese mundo abundaban mexicanos y apaches en indumentaria de cowboy, incluso mestizos de ambas ramas, nada más que en el cine no aparecen tantos como deberían. De hecho, afirman que nadie podía andar en la calle con el arma a la vista sin que fuera detenido de inmediato por el Sheriff.

De ahí que no es raro que nuestras melodías flotasen ahí, no solo como telón de fondo, sino también como un espíritu omnipresente. Donde había verdadera fiesta, ahí siempre estaba nuestra música. Y también estaban la acción y la celebración del triunfo de la alegría por encima de la muerte.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Dar, recibir y revisar.





Estamos en ese tiempo. Hay quienes practican más un verbo que el otro; algunos esperan que el prójimo o los familiares conjuguen ante ellos únicamente el primero.

Por diciembre, en la casa de usted, aumenta la legión de personas que acuden a pedir para regresar a sus hogares o por simple motivo de la fecha. Algunos tiene una autoestima tan alta que solicitan un aguinaldo sin necesidad de que los conozcamos.

Con gusto le damos su aguinaldo al amable señor que nos trae agua embotellada desde El Habal o a los trabajadores de Aseo y Limpia, que por lo general son eficientes y no dejan basura al paso de su camión recolector. Tampoco traen un chamaco al frente golpeteando a un cencerro y a nuestros oídos.

Ya deben de estar circulando esos papelitos con una versificación para invitarnos a darles un generoso óbolo, que por extraña razón, vienen con una figura de un gallito como el de las barajas de lotería. ¿Será una referencia al gallo de la pasión, a quien los tacaños no acostumbran darle agua ni siquiera en la Semana Santa?

No sé si tengo cara de buena gente o de ingenuo. Mis amigos de la secundaria tenían otra teoría, pero siempre los pedigüeños se dirigen primero a mí, situación que me asalta desde entonces los 365 días del año.

A veces, estoy en una mesa en un lugar público o en una fila y el solicitante se concentra en mí persona, discriminando al resto de los clientes. Suelo preguntarles, ¿y por qué de toda esa gente que está aquí vino comigo? A ver, explíqueme que fue lo que me vio, siempre he querido saberlo y nunca he recibido respuesta satisfactoria...

Como soy una persona que conoce la calle, a la hora de apoyar al que pide le paso el scanner. A los niños de plano no hay que darles, porque a veces son enviados por padres que se niegan a darles escuela y está comprobado que los enseñamos a ser dependientes, a vivir de los demás y, al llegar a la adolescencia y perder la gracia, aprenden mejores métodos para obtener aquello que, por muchos años, se siente dignos de merecer sin esfuerzo.

Por fortuna, con las leyes municipales, nadie puede andar pidiendo en la calle para una institución si no está registrado. Los que solicitan en los cruceros son auténticos. Pero si toca a su casa alguien a media tarde, pidiendo apoyo para un albergue X, hablando en un tono similar al de los vendedores callejeros, medite bien su contribución.

A veces concedo ayuda a quienes piden a la puerta, pero por lo general evito hacerlo con quienes acuden ya casi de noche y mochila al hombro.

Hay gente que solicita tranquilamente para el camión… sin estar en la parada del camión o cerca de una ruta. Por culpa de ellos, los que pueden dar se hacen de la vista gorda después.

No digo que no practiquemos la caridad ocasional; pero analicemos a quien beneficiamos. La diferencia no está solo en el refrán y el acento: mendigo es el que pide, méndigo el que no da. Pero no todos los que nos piden ayuda son mendigos. Existen instituciones nobles, organismos desinteresados y personas que cumplen una misión y lo merecen.

Apoyemos directamente a las instituciones, en eventos como Un día para ayudar, actividades de clubes de servicio, el DIF municipal o el Ejército de Salvación. A quien sepa canalizarlo. Hay un refrán siciliano que dice "Dale un caballo a un mendigo y llegará arriba de él directo al infierno".

Haz el bien y no mires a quien, reza el adagio. Pero en estos tiempos, hay que tener la responsabilidad de saber como y con quien se comparten los dones del trabajo. Regalemos medicamentos a los enfermos, pero no le de dinero a quien tiene una receta enmicada con fecha del 2007. La caridad no debe tener fecha de caducidad: tampoco el buen criterio para ejercerla.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Despacio y con buena letra





Claude Levi-Strauss decía – ¡y en los años sesenta!- que cada vez tardamos más tiempo en volvernos adultos. La modernidad fluye tan veloz que no alcanzamos a asumir los cambios.

La Segunda Guerra Mundial se divisa muy remota y apenas va cumplir 70 años de acontecida, edad promedio de un ser humano y una generación completa. Todavía en 1901reinaba en Inglaterra la Reina Victoria y la palabra “victoriano” nos remite a un mundo puritano, de anchos vestidos, buques de vapor y hombres con bastón de bolita.

En ese ambiente de eternos pre-adolescentes, vale la pena comentar lo aterrador de descubrir tantas faltas de ortografía en la vida diaria, hoy que existe mayor escolaridad.

El ejemplo más dramático se da en la televisión, cuando la gente envía mensajes de texto donde hace gala de esa carencia, carencia que vuelve confusas e ininteligibles algunas expresiones. Y no censuro las abreviaturas, que a fin de cuentas cumplen con la función de ahorrar tiempo ante un teclado minúsculo.

Todavía hace veinte años, era común ver la letra manuscrita, que luce elegante en los documentos antiguos y las cartas de los abuelos. Resulta curioso confirmar que ese tipo de letra, garigoleada, llena de ondas y giros versallescos, surgió de una manera similar al lenguaje de los SMS de los celulares: sí, la “letra pegada” se inventó para que la gente pudiese escribir lo más rápido posible, plasmando las palabras de un solo trazo en un papel sin renglones.

No por eso la gente caía en la flojera mental de no buscar la letra correcta con el pretexto de la urgencia. Muchas personas de origen humilde, con una escolaridad de primaria a veces inconclusa, solían jactarse de tener letra bonita y una ortografía aceptable.

Si bien existía un mayor analfabetismo funcional – o sea, individuos que sabían leer y escribir, pero que practicaban de manera escasa esas habilidades por su género de vida, por ejemplo en el campo – existía un respeto profundo por la comunicación holográfica. No era raro que, si usted le preguntaba a alguna persona sencilla si sabía leer y escribir, dicha persona contestara con una frase ya hecha que explicaba las dos cosas, las dos condiciones y los dos méritos: “Despacio y con buena letra”.

Octavio Paz decía que el poeta, con letra clara, escribe sus verdades oscuras. Hoy cunde el imperio de la letra súper clara, evolucionada por motivos electrónicos, capaz de atrofiar y confundir los significantes.

Los griegos usaban para escribir un punzón llamado stylos… de ahí viene decir que la gente con excelente prosa cuenta con un buen estilo. El nombre de un objeto manual se volvió, con el peso de los siglos, en un concepto abstracto y peculiar.

Cierta ocasión, una amiga me regaló una antigua pluma metálica que incluía tintero y papel secante. Llegué a la casa a presumirla a mis padres y recuerdo que mi mamá la tomó y, con gesto de niña aplicada, luego de sumergirla en la tinta, comenzó a escribir en una hoja las letras ABC, abc, ABC, abc, llenando el renglón como si fuera una plana dictada por la maestra… Mi padre, con una sonrisa y casi de un solo trazo, llenó otro renglón de traviesos óvalos y espirales, esos ejercicios que las maestras de antaño imponían a los escolares, todo con el propósito de ejercitar la mano para el arte manuscrito.

A lo mejor, ese breve lapso que se necesita para llevar la pluma al tintero y luego al papel, hacía que la gente se detuviese a pensar, no sólo que estaban escribiendo, si no también, como lo estaban escribiendo. Y, con mucho orgullo, sabían hacerlo despacio y con buena letra.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La muerte del libro




Paul Valery decía algo aterrador: « Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido.» Aquí el insigne maestro francés dio en el blanco. Nunca se imaginó que el principal enemigo del libro hoy sería el llamado e-book. La tecnología siempre se devora a si misma.

Al principio se pensó que nadie aguantaría leer un texto largo en pantalla. En aquel tiempo, la mayoría de las pantallas eran de un cuarzo tipo “cánsame-la-vista” y luego evolucionaron a las llamadas LCD.

Lo que no imaginamos fue que los humanos evolucionaríamos y la nueva generación, aquella que se educó con game boy y celulares, no tendría empacho en exigir una pantallita propia para enterarse del alma del mundo.

Vivimos la generación Tweeter, los hijos del estado Facebook. Hay novelas recientes que tienen ese estilo telegráfico, donde los capítulos más parecen un “post” que la síntesis de una existencia y su drama.

La actriz británica Emma Thompson estuvo apunto de celebrar el funeral del libro cuando intentó comprar la novela de Austen Sensatez y Sentimiento y alguien se lo impidió. Su esposo, un compuloco de mediado de los 90s, le dijo que no se preocupase, que él la bajaba de Internet y luego se la imprimía en ese momento. Que maravilla.

El funeral del libro se pospuso cuando se acabó la tinta de la impresora. Bueno, ella se quedó con lo que alcanzó imprimirse. Al intentar irse a un café o un bosque a leerlo, Emma Thompson descubrió que era muy incómodo cargar con el mamotreto de hojas, casi con aspecto de expediente judicial, listo para volarse a la primera ráfaga en Hyde Park. No hay nada como un libro de encuadernación agradable, oloroso a bosque y con tipo de letra amigable con la pupila.

Hay gente que nos manda o exige los escritos en letra Arial, porque les parece elegante. No se han dado cuenta que es una letra muy cansada, sobre todo si se va a leer largo rato. La Arial no tiene “patines”, esos diminutos espolones que poseen algunas letras, como por ejemplo, los que existen en la base y la cima de la “l” minúscula de su periódico NOROESTE.

Esos pequeñitos patines nos ayudan a identificar rápido la letra y no agotarnos tanto al leerla. ¿Se había fijado usted en eso? Las cosas pequeñas hacen la diferencia.

Los nuevos e-books pueden cambiar la letra del libro que usted lea por la que a uno le de la gana, incluyendo el tamaño. Eso sí: cuando usted en su casa quiera acomodar la pata chueca de una mesa, o matar una mosca, no va a poder acudir a su libro electrónico. Tampoco podrá leer con él en su baño. (Juro que conozco a un escritor que compra Selecciones del Readers Digest y les arranca las hojas para pegarlas en el azulejo: así no deja de leer mientras usa la regadera)

En su momento se dijo que con el cine y la radio la gente ya no leería nada. El libro ha soportado incluso un tiempo donde dejó casi de existir como objeto. Sí, recordemos el incendio de Alejandría y la oscuridad de la Edad Media, donde el libro sólo se conseguía en los monasterios o como desperdicio en las tiendas de paños… así Cervantes se encontró el manuscrito del Quijote, como recordará usted si acaso ha leído el libro.

Creo que el libro clásico, tal como lo conocemos, va a aguantar un rato. Para empezar, no ocupa energía eléctrica y por lo tanto no contamina y es altamente reciclable. Nadie corre riesgo de que se le agote la batería en un momento de ocio, sin acceso a fuente de poder. Bueno, ¿hay para la mente mayor fuente de poder que un libro? Están la fe, el deporte o el yoga, pero sólo los libros pueden tumbar malos gobiernos y liberar a los oprimidos de cualquier tipo de dictadura.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Sin tetas - y con drogas - no hay paraíso




Hace unos días estuve en la Ciudad de México dando una charla en un encuentro de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano, institución fundada y apoyada por Gabriel García Márquez para impulsar el desarrollo de los nuevos periodistas a escala continental.

Gracias a Jaime Abello, Tanya Escamilla y Cristian Alarcón, me tocó colaborar con un grupo de escritores y analistas del fenómeno de la violencia, además de casi treinta periodistas becados por la fundación en toda América Latina… Era una Babel multicultural, unida por un mismo reto y un problema similar.

Entre mis compañeros de mesa, me tocó compartir el espacio con Gustavo Bolívar, escritor colombiano que saltó a la fama desde hace rato con la telenovela “Sin tetas no hay paraíso”… Quizás usted la conoce.

Gustavo ha tocado ahí el tema de la narcoviolencia. La telenovela ocurre en la ciudad de Pereira, menos mencionada que Medellín, pero igual de conflictiva.

Su presencia fue en un principio difícil de concertar, ya que tiene una agenda muy complicada, pero pudo darse tiempo y asistió. Juro que cuando estábamos en la mesa redonda, frente al público, en ocasiones escribía en su Lap top algunas escenas de su historia. Yo estaba sentado a su lado y alcance a atisbar la pantalla con formato de guión.

Antes de esa telenovela, nos contó Gustavo que armó una historia con puros personajes de la vida real y el bajo mundo. Allá les llaman “sicarios”, en vez de los adjetivos que usamos por acá. De hecho, a las nuevas novelas policíacas de Colombia –novelas de papel, aclaro, no las de la tele – la crítica especializada les llama “Novelas de sicariato”.

Tomó a varios tipos de la calle que se volvieron estrellas y armó un serial dramático con ellos. Les fue muy bien por unos años… hasta que hubo un cambio de canal y de programación, por lo que Gustavo se vio obligado a recortar, en menos de una semana, dicha producción televisiva.

Los personajes tuvieron que volver a la vida normal. Y no habían ahorrado ningún cinco. Pensaban que la fama y la fortuna serían, a partir de entonces, un producto permanentemente asequible durante toda su existencia.

A los pocos meses, los artistas en banca rota mandaron llamar al guionista que los había vuelto figuras del mundo del espectáculo. Querían plantearle un asunto. Gustavo asistió entonces a la reunión.

No tenían nada contra él. Quería explicarle su problema. Había sido imposible volver a la delincuencia. Cada vez que intentaban realizar un atraco, “el cliente” los identificaba y les pedía que le dieran un autógrafo, cosa a la que se veían obligados a realizar. Así de plano. Imposible volver al robo callejero de ocasión.

La respuesta mediática era de esperarse, pero más en un país como Colombia. Allá las personas que ejercen la delincuencia organizada gustan de aparecer en los medios. No son como aquí de invisibles y herméticos. Dan entrevistas, aparecen en documentales extranjeros, incluso graban discos cantando canciones mexicanas.

Gustavo Bolívar tiene una postura muy rígida, catalogada de fundamentalista: él no hace apología de ese fenómeno social y lo censura de forma definitiva. Para él, toda aquella persona que fuma un cigarrillo de cannabis es cómplice de las muertes que se dan en la calle. No admite, en su código personal, posibilidad de punto de acuerdo.

Otros participantes tuvieron posturas muy diversas. Desde propuestas a la legalización, aunque el colombiano Francisco Thoumi, quien ha sido asesor de la Naciones Unidas en este asunto, afirma con cifras y gráficas que ese camino no resolvería mágicamente el problema de violencia en Colombia: ni siquiera en pocos años después de aprobarse... Este es un detalle digno de analizar y reflexionarse con mucho detenimiento y cuidado.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Los mil y un velorios de Mirla Osuna




Hace varios años que he contado con la amistad de un personaje clásico de la vida universitaria y de la muerte mazatleca: desde que conozco a Mirla Osuna no es rara la ocasión en que no me la encuentre rumbo a un evento artístico o a un velorio.

Sí, mi amiga es una persona cuya agenda cuenta mensualmente con tres o cinco ceremonias funerales. Y, de darse el caso, se traslada a sitios foráneos. Una vez viajó a un funeral en Colima, pero como la persona siempre no falleció, se quedó un mes allá en espera del desenlace, cosa que, en efecto, así sucedió.

Durante las honras de la muerte, Mirla despliega una especial destreza en los protocolos de esas difíciles circunstancias. Prepara café; asesora a los familiares traumatizados por el suceso; reconcilia a los hermanos enfrentados y pone en paz a borrachos o demás asistentes que caen en la indisciplina. Su valiosa presencia es inquebrantable y no es escasa la ocasión en que se amanece con los deudos, acompañandolos hasta el último momento.

Cuando fallece una persona de escasos recursos, organiza de inmediato la colecta. Una vez se ofreció una situación urgente y se armó un esquema donde los amigos cercanos teníamos que dar a fuerzas 500 pesos para apoyar en la desgracia a un amigo. Y a ver como los conseguíamos. Nada de que no tengo, ando muy tronado, esta semana no me pagaron, etc...

Tan fiel es en esa práctica que su antigua cenaduría, ubicada en una entonces solitaria y silenciosa Plaza Machado, era llamada por los asistentes “El velorio feliz”, nombre con el que se consignó en artículos periodísticos aparecidos en Europa, Estados Unidos y Australia.

A veces, al enterarse de algún fallecimiento, cerraba su negocio y tomaba un auriga para estar en el sitio, escoltada por no pocos de sus clientes, los cuales se iban a seguir la charla en alguna colonia popular o en las funerarias locales, todo según fuese el caso.

En su momento, le decían la Rigoberta Menchú de la Lázaro Cárdenas, ya que siempre estaba presente en las luchas sociales, haciendo gala de su vestimenta típica mexicana, huipiles o rebozos de índole prehispánica, los cuales fueron su uniforme reglamentario, incluso en una era anterior al redescubrimiento de Frida Kahlo... Usaba una bicicleta color rosa y todavía no es raro verla en las calles del centro histórico con sus trenzas al vuelo.

Yo la conocí en 1984, en un homenaje luctuoso a Pablo Neruda, tocando las percusiones junto al trovador salvadoreño Leo Vides, mi maestro de sociología en la prepa de la UAS. Y cuando uno de los pocos eventos locales sobre el Día de Muertos era realizado por la Universidad, Mirla ahí estaba, confeccionando la ofrenda en las oficinas de la Casa de Estudios, muchos antes de que el común de los planteles realizasen el actual carnaval necrofílico. La mayoría de los objetos rituales y artesanías populares pertenecían a su particular colección.

Hace quince años (la conozco desde hace más de veinticinco), publiqué en una revista un artículo similar a éste, recreando y retratando a tan ejemplar y auténtico personaje. Si bien lo tomó a broma, hace días le solicité permiso para volver a retratarla en estas páginas, cosa que aceptó, sólo que con una breve condición:

Que dejase muy en claro que ella es una persona asidua a los velorios no porque tenga un gusto enfermizo por ellos o encuentre un goce especial en eso. No: Mirla va a los funerales porque es una obligación que todos tenemos con las personas que conocemos y mantenemos algún tipo de relación cercana. Así de sencillo.

De la misma manera que vamos a las bodas y las fiestas, apartando la fecha y estrenando un cambio, también debemos ir a los sepelios, asumiendo todas las incomodidades emocionales y de horario que eso implica. Nada de que “eso no me gusta”. Si eres amigo de alguien, pues hay que serlo en las buenas y en las malas.

Eso, creo yo, es una reflexión digna de mantener. No sólo hoy, Día de los Fieles Difuntos, si no también en todos los días en que nos mantengamos con la gracia y el milagro de la vida. Y estoy seguro que Mirla siempre será una excelente amiga.

lunes, 26 de octubre de 2009

Arbol Adentro (Crónica para mazatlecos nostálgicos)







Los árboles siempre mueren de pie. En el pasado vendaval encarnaron a las víctimas más evidentes y dramáticas del estruendo de la naturaleza. Nunca veremos un poema más bello que un árbol, decía Ezra Pound, quien se dedicaba a la poesía, a la política y también a la locura.

Hace semanas, compartí una crónica de una estancia en Acapulco. Por razones de espacio, no incluí una de las gratas cosas que me sorprendieron. Quizá sea por el distinto clima que en aquel puerto abundan las ceibas, pero lo relevante es que todas tienen una placa metálica con una advertencia: Ceiba tropical, patrimonio cultural e histórico del puerto de Acapulco. Prohibido mutilarla.

En Mazatlán nos quedan muy pocas ceibas. De hecho, desde hace décadas, la gasolinera que tuvo ese nombre ya no contaba con ese atributo que diera nombre a la esquina.

La ciudad, cuando fue un minúsculo caserío lleno de lagunas, subidas y bajadas, abundaba en grandes árboles como ceibas, huanacaste e higueras. Vea usted el majestuoso árbol que sobrevive en el viejo edificio de la UAS en Alemán y Juárez; el de Ángel Flores frente a la CFE o los pocos que superviven en el Parque Zaragoza.

Cuando la ecología era un asunto que acontecía en otros países (o sea, a principios de los 80s), NOROESTE defendió los árboles del camellón de Juan Carrasco, a la altura de la Colonia Reforma. El periodista Juan Lizárraga lanzó una crónica furibunda ante la intención oficial de derribarlos, todo para hacer ahí un retorno y comunicar dos calles, las cuales hasta la fecha son poco transitadas.

Dice Ricardo Urquijo que, a la hora de reforestar, deberíamos acudir a los árboles locales, que son de nuestra cultura y alimentan a las aves y mamíferos de la región… Desde cierto punto de vista, el tan de moda olivo negro es como el palo blanco, de quien se decía sin justicia que ni florece ni enverdece, tan sólo ocupando el campo… Todos los viejos cazadores saben que en diciembre los venados se alimentan de la flor de este vilipendiado ser vivo.
Es verdad que las ceibas - tarde o temprano - tumban una casa, pero podrían plantarse en espacios abiertos, como el camellón del nuevo libramiento que se llama como un concesionario radiofónico. Ahí quedaría perfecta una rambla, nombre dado en España a esas calles amplias y arboladas, provistas de andén con bancas, pichones, malabaristas y puestos de rica nieve.

Y luego, ¿Qué tal si las parroquias hubieran plantado amapas amarillas en la Avenida Juan Pablo II? Ya cuenta con olivos negros, pero es una oportunidad perdida que en su momento nadie pudo prever.

Hay sitios que tienen parques con todos los árboles mencionados en la obra de Shakespeare. De tanto que mencionaba García Lorca a los olivos yo creí un tiempo que eran igual de grandes que su Romancero Gitano. Entre nosotros, Octavio Paz llenaba sus versos de chopos, abedules y pájaros, miles de pájaros… (Algunos de nuestros críticos, defensores de la llamada “Cortina de Nopal”, lo acusaban de extranjerizante porque escribía “sabino” en vez de “ahuehuete”).

Ojalá, en los nuevos fraccionamientos del norte de la ciudad, no se descuide la reforestación continua. Aun seguimos disfrutando del gran regalo de un filipino llamado Juan N. Machado.

A continuación, un fragmento del poema “Árbol adentro”, de Octavio Paz: Creció en mi frente un árbol, / Creció hacia dentro. / Sus raíces son venas, / nervios sus ramas, / sus confusos follajes pensamientos. // Tus miradas lo encienden / y tus frutos de sombras / son naranjas de sangre, / son granadas de lumbre. / Amanece en la noche del cuerpo. / Allá adentro, en mi frente, / el árbol habla. // Acércate, ¿lo oyes?

octava_dies@hotmail.com

domingo, 18 de octubre de 2009

Transylvannia Express

Estamos en temporada de vampiros. Flotan en el aire previo a las festividades de noviembre, la novedad de Crepúsculo y los recientes sucesos de la política nacional. Hay una Transilvania del espíritu que emerge de diferentes maneras en el ánimo.

Por el lado de las leyendas, la palabra Transilvania en mi niñez me despertaba un desasosiego peculiar. Saber que existía una región del mundo, catalogada como hábitat natural para los vampiros, irradiaba en mí las más diversas elucubraciones. Y como los vampiros no eran reales, la conclusión natural fue que ese país no existía, así como la Tierra Media de “Lord of the rings”.

Una vez leí que Jules Verne tenía un mapa inmenso en su oficina (¡usaba una oficina para hacer sus novelas!) donde trazaba las rutas de sus personajes a lo largo del globo terráqueo, entonces no del todo descubierto. La idea era buena y un día me puse a buscar en un atlas en que lugar del mundo estaba Transilvania. Por supuesto que no la encontré, confirmando así mi suposición. Quizás era un sueño o una pesadilla colectiva.

Transilvania aparecía lo mismo en Plaza Sésamo, Scobbie Doo, La Pantera Rosa o las películas del Santo, que en mis tiempos aún podían verse en el cine. Pero en los mapas no había rastros de ese bizarro país donde la presencia del ajo es un insulto social.

Hasta que un día tuve en mis manos un diccionario bien hecho - nada de esos que uno busca la palabra “Letrada” y te responden con que “Dícese de la esposa del letrado”, como fue el caso de la Real Academia… Descubro que Transilvania es una región de Rumania, un país que nunca apareció en las noticias por años, salvo cuando Nadia Comaneci ganó sus premios y, diez años después, al ser destronado Nikolai Ceausescu, dictador y vampiro mayor de esta cultura salpicada por el mar Negro.

Leí de adolescente “El hombre hueco”, clásica novela de John Dickson Clark, cuya escena cumbre acontecía en Transilvania, nada más que en este caso también era parte de Hungría. Bueno, no podía imaginar que Europa central tenía varios “países ferry”, que un tiempo fueron reinos independientes, luego Imperio Austriaco, al rato Alemania, y al final parte de Yugoslavia o del bloque soviético, sin moverse de su espacio, yendo de Oriente a Occidente con la gente dentro de sus aldeas. Eso si que fue sobrenatural.

Una vez imaginé una historia de suspenso que ocurriera en Transilvania. Siguiendo el ejemplo, me fui al diccionario y al mapa. Los nombres de las ciudades eran rarísimos, por no decir feos: Sibiu, Brasov, Cluj, Timiosara… sólo Bucarest sonaba normal. De la Segunda Guerra Mundial solo se registraba que tuvo el dictador pronazi Antonescu y ya era todo, salvo que luego el país se alineó al Pacto de Varsovia… Con tan poquita información ni siquiera podía escribirse un cuento de hadas, concluí. Transilvania continuaba inaprensible.

Hoy la Internet y los nuevos canales nos permiten, de vez en cuando, darnos una asomada a esos mundos perdidos. Sí, Transilvania fue arrasada por la dictadura de Ceaucescu: decenas de aldeas medievales fueron destruidas para darle paso a la modernidad, especialmente las de origen húngaro, para homogeneizar la cultura y la población. Típica propuesta de un déspota inseguro de su propio pueblo.

Aquí vivió Vlad Tepes, el empalador, y el irlandés Bram Stoker ambientó su infaltable Drácula. No hay mucha literatura sobre esta comarca, pero ha sido suficiente para darle un sitio en las pesadillas y evocaciones de todo el orbe.

Transilvania significa “Más allá del bosque”. En húngaro tiene el poético nombre de Erdély. ¿No es significativa la diferencia que pueden hacer unas pocas palabras

domingo, 11 de octubre de 2009

El Arpa y la Sombra





Don Alejo Carpentier –brillante escritor cubano, de prosa barroquísima y sabor tropical – hizo en sus últimos años una divertida novela en la que narra uno de los sucesos olvidados de principios del siglo XX: la propuesta de volver santo de la Iglesia Católica a Cristóbal Colón.


Sí: existía la firme intención de hacerlo, ya que se decía que su gran milagro era haberle llevado la cristiandad a media parte del mundo. La propuesta no prosperó por varios motivos, entre ellos que el Signore Colombo nunca tuvo una vida pía, dejó hijos naturales sin protección ni reconocimiento, además de jamás haber realizado el menor milagro sobrenatural.

Fue una propuesta surgida porque, a pesar de las grandes obras evangelizadoras, en el continente americano, éste podía presumir muy pocos santos. México durante décadas solo tuvo a San Felipe de Jesús, mientras que en Suramérica estaban San Martín de Porres y Santa Rosa de Lima, entre los más conocidos.

Históricamente, había dos motivos para esa situación: uno fue que la candidaturas de santidad ya entonces eran más revisadas y exigían mayor tiempo que en la Edad Media.


Difícilmente alguien que iniciaba una causa la veía concluida. Los tribunales del Vaticano son muy exigentes e incluso tienen una lipsonoteca, nombre que se la da al sitio donde se guardan restos o fragmentos de osamentas de santos. Es un requisito contar con una evidencia física de su cuerpo.

El otro es porque la iglesia estaba preocupada por un continente donde, durante un mismo siglo, se ejecutó a un príncipe europeo y varios sacerdotes (Hidalgo, Morelos, Matías Delgado en Centroamérica) se alzaron en armas contra los poder reales.

En la novela, vemos a modo jocoso el juicio de Colón, donde el Abogado del Diablo (así se le llama al sacerdote que objeta la causa de algún candidato a los altares), luego de descalificar al gran almirante enumera la alta cantidad de mártires americanos, especialmente en Zacatecas, mencionada con varios candidatos.

Sinaloa desde hace años tiene un candidato, aunque don Alejo no lo menciona en su libro: Hernando de Tovar, quien fue torturado por los indígenas tepehuanes y de quien se conserva la tapa de su cráneo, el cual fue usado como vasija por sus verdugos. Hernando de Tovar nació en Culiacán y era hijo de doña Isabel de Tovar, quien inspiro el primer poema hecho en México: “Grandeza Mexicana”.

Como es nuestra obligación ser sincero, debo advertir al lector que la novela es de una lectura un poco difícil, de inicio lento y lenguaje lleno de cultismos, aunque al final la situación se desenvuelve más ágil y el juego de Carpentier con la historia arranca la carcajada por su desenfado.

Cada año se dan las manifestaciones de grupos indígenas e indigenistas en el monumento de Colón con un acto de repudio a su acción. Por el lado de los castellanistas, están las réplicas de que, de no ser por la Corona Española, nuestro destino hubiese sido otro.

Está comprobado que a Colón se le mandó poner cadenas cuando intentó esclavizar a los indígenas sin permiso, ya que ante la falta de hallazgos de oro en los primeros tiempos del descubrimiento, intentó compensarlo con mano de obra barata.

Si usted le reclama a un español con la frase de que “sus antepasados nos esclavizaron” él responderá con un discurso que ya tiene listo: “No señor, mis antepasados se quedaron en España y por eso nací allá. Los de USTED son los que esclavizaron a su pueblo”.

Vale la pena reflexionar siempre ambas caras de la moneda al llegar esta fecha. El encuentro de dos culturas y el encuentro de dos barbaries que, muchas veces, fueron una sola y aun siguen haciéndose la misma eterna pregunta.

martes, 6 de octubre de 2009

El imperio de los sinsentido






Vivimos el imperio del ruido. Hemos vuelto a ser trogloditas. Usted puede ir a muchos cafés o bares de Mazatlán y su rato de esparcimiento, solaz o relajación, puede verse de súbito cancelado por la estruendosa música que ponen algunos meseros, verdaderos dueños, amos y señores del negocio.

Esta dependencia a los estímulos auditivos extremos ya debe de acabarse. Si usted le pide al mesero que quite o le baje un poco al sonido, él se va a ofender, diciendo que la música es para los clientes... Aunque usted y sus acompañantes sean los únicos consumidores, dicho empleado -cuya principal obligación es atenderle- a partir de ese momento hará todo a regañadientes.

Me asusta la ingenuidad de ciertos meseros –no todos, por supuesto - de pensar que, teniendo música de banda a todo volumen, la gente entrará en aglomeraciones al sitio. De por si, algunos atienden con desgano si uno se le ocurre ir a consumir a la hora en que ellos están descansando, acaban de llegar o simplemente se encuentran concentrados en galantear a la cajera o una clienta solitaria.

La semana pasada fuimos a un bar clásico de un famoso hotel de la ciudad. Entiendo que a la raza le gusten las cumbias picaronas con chistes de doble sentido, pero no es el escenario ideal para un grupo de parejas que han decidido encontrarse para conversar y consumir. Si ya no tienen música de piano grabado, de perdida que nos pongan tríos o las grabaciones clásicas de don Cruz Lizárraga, Ramón López Alvarado o Luis Pérez Meza.

Claro que no estoy contra nuestra banda. Pero hay que saber elegir. Si estamos un grupo de treintañeros reunidos, es justo que no nos endilguen reguetón o Daddy Yankee. Acaban de remasterizar a la Beatles, ¿no se han enterado?

El problema no es sólo en donde sirven bebidas y alimentos preparados. Hay centros comerciales de cadena en las que a veces nos ponen cada mamarrachada. La música de supermercado también se está extinguiendo. Hemos perdido a Paul Mauriat, Yanni o Vangelis, que antaño fueron los ambientalistas oficiales del departamento de Blancos, Frutas y Verduras o Salchichonería y Lácteos.

La canción de Diana Reyes, “La Socia”, tiene una ironía que no me desagrada, pero una vez, mientras compraba manzanas, alguien puso en el sonido ambiental una canción con el mismo tema, pero de letra más soez y con una voz que no se compara con lo bien modulada de la Sra. Reyes. Incluso el gracioso empleado le subió el volumen. ¿De donde son esos cantantes? ¿Son de una loma? ¿Vocalizan en el llano?

Ahora lo “in” es el concepto “lounge”: que la gente llegue a relajarse, tomarse el café o la copa en un ambiente sereno. Eso le gusta lo mismo al turismo nacional que a los extranjeros. Para otro tipo de ambiente existe el concepto del Lienzo Charro.

Pensar que Mazatlán tuvo una gran tradición de pianistas y organistas qué, por si mismos, mantenían vivos los negocios y esparcían un sonido refinado. El señor Salvador López Sánchez tenía hasta un programa de radio en la RJ, a pleno mediodía, llamado “Recordar es volver a vivir: vivamos recordando”. ¿Se acuerda usted de él?

No olvidemos a Chava Núñez, Tico Andrade, el señor Oropeza y Tony Álvarez, quien vivía en el segundo piso de la casa de Carla y, todos los días, a las ocho de la mañana, tocaba la melodía de “The Entertainer”… más conocida como el tema musical de la película “El Golpe”.

García Márquez -actualmente en revision- decía que su máximo deseo era ser un pianista de un bar, para estar tocando su música mientras las parejas alrededor de él pudiesen enamorarse. ¿No sería bueno lograr que, con un buen servicio, los turistas volvieran a enamorarse de Mazatlán? La verdad nos urge a todos.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Poe y nosotros en Malinalco





Para conmemorar los primeros doscientos años de Edgar Allan Poe, la Universidad Autónoma del Estado de México y la UNAM organizaron un coloquio internacional en este sinuoso municipio, laberíntico caserío vigilado por gruesos peñones, similares a montañas submarinas a la hora adivinarlos entra la niebla, el viento y la llovizna.

El sitio fue parte de las etnias cohuistas, cholultecas y ocuitelcas, señoríos libres luego convertidos en tributarios de los aztecas. El emperador Ahuiztotl mandó realizar los monolitos en lo alto de una de sus cumbres. Ahí, en la Casa de las Águilas, fue donde los guerreros mexicas se consagraban en mágicas ceremonias.
Malinalco asciende y desciende a cada calle empedrada. Al llegar, el ambiente era de fiesta ya que se acercaba la fiesta de San Miguel Arcángel, que por cierto también es protector de Culiacán.
Sin embargo, San Miguel no es el patrono del sitio: sólo de uno de sus barrios, y es que, ante la cercanía la festividad, los devotos de su parroquia han llevado en peregrinación su imagen por todos los templos. El día de mi llegada me tocó ver una banda de aspecto sinaloense afuera de la parroquia de San Juan Bautista y les pregunté donde era la pachanga: “No hay” me dijeron “hoy viene de visita San Miguel. Venimos a tocarle al Santo”.
Las actividades se llevaron a cabo en la Biblioteca de la Casa de Luis Mario Schneider, un ejemplar escritor mexicano que donó su casa y su biblioteca a la Universidad local. Incluso se montó una pantalla de plasma en una carpa en el jardín –lleno de bugambilias y enredaderas- para que los estudiantes de filología pudiesen presenciar la lectura de las ponencias, los cuales abarcaron los más diversos aspectos de la obra de Poe.
Destaco aquí la de Gabriel Linares, quien analizó las semejanzas entre “El cuervo” de Poe y “Two english poems” de Borges y la de un agradable ensayista que venía de Dallas, Texas. Para mayor coincidencia, su nombre es Patrick Duffey, como uno de los actores del famoso serial petrolero-pasional. Duffey habló de Poe y sus nexos con Clemente Palma y Jean Epstein… por cierto, también resultó estudioso de los inicios del cine mudo en América.

Sobre Poe se comentaron diversos tópicos, incluso sobre sus semejanzas y ecos con la obra de Paul Gauguin, Julio Cortázar o el cine surrealista. Yo por mi parte hice un panorama general, destacando su influencia en Nabokov, Borges y hasta en Los Simpsons.

Malinalco está mucho más alto que Toluca. El frío y la lluvia venían con brío. Yo padecí de inmediato su flagelo, ya que iba con una irritación en la garganta que allá se volvió torbellino de carraspeos. Ver en la noticias al Gobernador local – Peña Nieto, pues – hablar de un rebote de influenza me hizo descender en busca del médico mas cercano.

Resultó haber sido amigo cercano del Mtro. Schneider y descartó los síntomas de la pandemia. Incluso me autorizó a subir a la cima del centro ceremonial, siempre y cuando no estuviese lloviendo en ese momento. Me aconsejó tratar de hablar poco, cosa por lo general difícil, y todavía más en un coloquio literario.

Ascendí el recorrido junto con el eficiente organizador, Javier Beltrán, y los amigos César López Cuadras y Élmer Mendoza, con quienes compartí mesa. A lo largo del sendero, provisto de más de 400 escalones, lucían plantas de copal y la variedad de zacate que ha dado nombre al sitio, así como los oscuros veneros que emanaban de la oquedad de la roca firme… Poe hubiera estado satisfecho de saber que su obra se había comentado en un sitio tan luminoso y cercano a las penumbras de la historia.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Viaje a Acapulco




Invitado al Encuentro de Escritores “Letras del Pacífico” me tocó trasladarme al extremoso estado de Guerrero, donde el calor no le pedía nada a las ondas vaporizadoras que, con una furia digna del Antiguo Testamento, han asolado recientemente a nuestra vapuleada ciudad.


Siempre se ha dicho que Acapulco es como una dilatada Zona Dorada, sólo que con hoteles más grandotes que los de Mazatlán y con un área rustica permanente al otro lado del malecón.


Sin embargo, me sorprendió comprobar que eso mismo sostienen los acapulqueños, criticando la inmovilidad en el desarrollo de su hábitat, así como la falta de opciones recientes. Dicen que ya es hora de dejar de ser un destino de sólo arena, sol y mar. No sólo para darle mayor variedad para el turismo, sino también pensando en ellos mismos.


Esta premisa la escuché sostenida tanto por artistas locales, empleados de hoteles, compañeros de los medios masivos y los amigos taxistas, quienes siempre son la mejor fuente de información para medir la temperatura social de un sitio al que se arriba.
Soy fanático de la comida del mar, el marisco y el ceviche, pero para mayor tristeza, todavía en Kafkapulko no se recomienda la pesca nativa: el marisco de consumo local se trae en su mayoría desde el Mercado de la Viga en el DF. Las descargas de drenaje siguen saliendo directamente al mar; las playas poseen alto índice de coliformes y, para comer camarones del golfo, vale más pedir un coctelito en uno de los rinconcitos de la calle de Gante y Filomeno Mata mientras resuena el organillo.

La más sana y depurada delicatessen local que se me ofreció correspondió por cuenta del poeta de Atoyac, Jesús Bartolo Bello, quien invitó a casa de su mamá para disfrutar de un caldo de iguana en chile colorado. Otro poeta, Jeremías Marquines, ganador del Premio Clemencia Isaura de poesía de Mazatlán, me llevó a un lugarcillo donde servían caldo de diversas huevas de pescado, nutrido con salsa de habanero y pedazos fritos de cola de pez vela.

Las virtudes afrodisíacas de la iguana son tan pregonadas que uno de los baldíos vecinos al malecón – allá también los hay - tiene un muro y una advertencia de que está terminantemente prohibido cazarlas.

Desde que se engastó al otro lado de la bahía el desarrollo Acapulco Diamante, la parte tradicional tiene un aire de obsoleto, ahí donde el turismo nacional y de convenciones ha sentado sus reales. La bahía es luminosa y ver en los cerros las mansiones que fueron de reyes nos trae la nostalgia por un tiempo que no vimos, lo cual lo vuelve dos veces irrecuperable.


En cuanto a vida cultural del puerto, se vive la polémica de la reciente puesta en venta la casa de Diego Rivera, dotada con unos peculiares murales, motivo por el cual el Ayuntamiento (¡y la Secretaría de Desarrollo Social!) estaban por adquirírsela a la familia Olmedo.


El encuentro al que asistí se llevo a cabo en otra finca histórica, la Casona de Juárez, en donde según la conseja se refugió el Benemérito. Precisamente, la ciudad tiene apellido y su nombre completo es “Acapulco de Juárez”.


A la inauguración asistió el Alcalde actual, quien dio un discurso bastante neutral y comentó la importancia del rescate de la casa de Rivera. Uno de mis amigos preguntó a uno de sus acompañantes a que tendencia pertenecía el munícipe y la respuesta del interrogado fue contundente: “el señor Alcalde pertenece a la tendencia que actualmente está triunfando en el resto del país”.


El último día, se presentó un libro de Paco Taibo en un barco, pero como tenía el regreso adelantado, me perdí así del numerito y también de la mareada que se dieron todos los que participaron.

lunes, 24 de agosto de 2009

Acepto. Sólo sé decir te amo.

La revista peruana Fórnix, dirigida por el excelente poeta Renato Sandoval Bacigulpo, publicó en su número doble 8/9 el siguiente relato de un servidor, el cual incluimos en este blog, en un ejercicio académico-literario compartido con la Mtra. Emily Hind y su grupo de estudiantes de la Universidad de Wyoming. La portada fue realizada por un distinguido amigo y compañero de la Universidad Autónoma de Sinaloa, el Dr. Carlos Maciel Kijano.









La muerte de Gregorio fue la última que recibí con indiferencia. Desde que vivo con el virus del sida los sepelios ya no son iguales. Nada ha vuelto a ser como la última noche de mí abuelo y jamás he percibido de nuevo aquella sensación que descubrí en mi primer funeral frente a las olas... Yo era un niño de pie junto al ataúd, asfixiado por una corbata y el miedo al anciano que me aguardaba, inmóvil entre los desconcertantes flecos de tela blanca y su traje de marino retirado. Nunca he vuelto a ver un cadáver a la cara desde entonces. Ahora la muerte es diferente conmigo y despedirme de sus elegidos es una misión ineludible que me fastidia, me irrita, pero que ahora debo de cumplir sin la menor excusa... Yo, que por tanto tiempo evité ir a los velorios y sólo enviaba un ramo con una nota de compromiso, hoy debo de asistir a ellos porque mi grupo de ayuda me lo exige y también, una olvidada disciplina que me ha hecho falta y en, estos momentos, parece ser lo único capaz devolverme por una vez la calma.

"Sabes que vas a morir: haz lo mismo que nosotros. Asiste a los sepelios para acostumbrarte la idea. Antes yo quería vivir un poco más, esperando que apareciera un nuevo medicamento y cualquier noticia me levantaba el ánimo. Ya no pienso así: después de cuatro operaciones en un mes y una colostomía a principios del próximo, sólo me consuelo con la idea de que sea mucha la gente que vaya a mi funeral.

Gregorio me lo había dicho un año antes; en vano trataba de convencerme de ir al velorio de Cristóbal, otro amigo fulminado por la llamarada del sida. Yo tenía pocas semanas enterado de mi enfermedad y nada más pensaba en el suicidio o la negación. Ir a un sepelio era lo que menos deseaba. Desde entonces no he ido a ninguno: asistir al de Gregorio fue para mi tan inevitable como su muerte.

Llegué tarde con la esperanza de encontrar poca gente y mi estrategia tuvo éxito. Después de mí apareció un hombre muy agradable que tampoco se acercó al ataúd; tal vez en su infancia había pasado por algo como lo mío y mantenía prefería guardar distancia con el muerto. En su larga charla se expresó de Gregorio con el mejor afecto cada vez que su nombre aparecía, engarzado a alguna de las innumerables anécdotas de su vida musical. Aquel hombre se llamaba Eugenio y, por el tono y el desenfado, se revelaba haber conocido a Gregorio desde bastante tiempo atrás; al menos durante la época que cantaba en fiestas y bares antes de su breve carrera de compositor. La madre de Gregorio le llamaba por su nombre, anteponiéndole un respetuoso señor, aunque el tipo apenas insinuaba unos cuarenta años y sus canas, esparcidas con la elegancia de un patricio romano, cubrían un rostro que se negaba a llenarse de arrugas, tal si fuera un poco de escarcha esparcida sobre la arrugada corteza de un joven roble.

Era el momento que la gente busca para irse con discreción y él trataba de levantar el ánimo a la hora álgida del velatorio. Quedaban los parientes cercanos, los amigos leales y aquellos que no tenían adonde irse. Nunca lo había visto en mi vida. Pero no cabía duda de que era un gran amigo de la familia que no deseaba marcharse y que, además, se daba el lujo de reírse del muerto a unos cuantos pasos de ataúd; así de segura era su confianza al revivir las más disparatadas anécdotas que despertaban la sonrisa de los escasos sobrevivientes.

- ... pero aquella tipa era una arpía y Gregorio se lo dijo sin pensarlo dos veces. Al final, él pidió disculpas y juró tocar siempre la puerta de su casa antes de entrar. Pero, ¿no podía entender esa amargada mujer que el pobre muchacho estaba con el pantalón roto y ocultándose del tipo de la renta? ¿No podía comprender que Gregorio no deseaba robarse su colección de muñecas rusas? Continuaron buen rato gritándose y el cobrador los oía escondido en la escalera. Los vecinos de hoy en día, hay que decirlo, ya no se ayudan como antes.

La madre de Gregorio sonrió desde el rincón donde escuchaba la charla del hombre, escoltada por varias ancianas imperturbables y enlutadas. El hombre tenía voz modulada, similar a la de algunos anticuarios que llegan a edad avanzada hablando solo con gente de buen gusto y se quedan con ese tono en la charla común. Su público era breve: los tres amigos de Gregorio que lo asistimos al momento de morir y una pareja de ancianos - la mujer con un discreto abanico - acompañaban además a la madre, quien escuchaba con serenidad y ojos muy abiertos la trama. Junto a ellos reconocí a un amigo trasvesti, Irasema Montellano, quien por primera vez en muchos años, no se había aparecido en público ostentando las ropas con las que solía ganarse la vida.

- Un mes después, la pobre mujer se quedó sin marido. Se largó el hombre con una viuda, dueña de una zapatería frente a su trabajo. La tipa se puso una borrachera divina: llegó a su casa, rompió la cristalería, los platos, las tazas, cuanto vidrio encontró y los arrojó a la alfombra. Al final se retorció sobre ellos llorando de coraje; se quedó dormida; la encontró el conserje al día siguiente; acabó en el hospital y no se murió la muy hija de puta... En ese departamento pasó Gregorio la navidad. Terminaron los dos horneando galletas y hasta le reparó el grifo del baño mientras el pavo quedaba listo. Él siempre fue muy bueno con las herramientas… recuerdo que en mi negocio nunca necesité pagar plomero o electricista; él se encarga de todos esos detalles.

No pude eliminar un bostezo que escondí hipócritamente. Un funeral es agotador. Pasará mucho tiempo para que la gente adopte aquí la costumbre norteamericana: irse a casa y dejar solo al fallecido, para que la familia pueda descansar y el muerto también. Aquí, según nuestra costumbre, los deudos deben velar junto al ataúd toda la noche.

- Y pasaron juntos toda la noche. Terminó de arreglar el grifo y, al final de la cena, convenció a la mujer que debía arreglarse el pelo. Gregorio quizás sintió que volvían sus tiempos de la sala de belleza, antes de que Cristóbal lo convenciera a darlo todo por la música, y, a los dos de la madrugada de esa velada navideña, Gregorio le tiñó el pelo a la mujer para se consiguiera un nuevo hombre. Tan solo tuvo que pasar a su departamento para traerse las otras herramientas. Y él le cantó varias canciones con la guitarra del ex marido y algunas de las que entonces ya componía. A las seis de la mañana, casi al amanecer, Gregorio había compuesto una canción dedicada a aquella mujer abandonada.

Un rumor surgió del pasillo. Una pareja de enfermeras, irreconocibles en sus ropas normales, llegó a saludar a la madre de Gregorio. Junto con ellas apareció un grupo de estudiantes de la escuela de música donde Gregorio impartiera clase hasta antes de agravarse su neumonía. Portaban una manta con un mensaje de despedida que colocaron sin mucho aspaviento sobre el ataúd. Acepto. Sólo sé decir te amo... Una frase tomada de una canción compuesta por Gregorio, precisamente la canción que no pudo incluir en su única grabación. Al productor le pareció un título muy cursi, a pesar de que el tema era bueno y a su juicio no concordaba porque parecía demasiado distinto a las demás melodías. Gregorio, necio como siempre, se negó. Al año siguiente la canción tendría éxito en voz de un cantante más conocido.

El hombre detuvo la charla para darle su sitio a una de las enfermeras. Muy amable, todo un caballero, mientras la madre de Gregorio le hizo una seña para que tomara asiento junto a ella. Se puso de pie y descubrí que era muy alto, sumamente varonil, y no parecía ser homosexual como Gregorio. Con un brazo rodeó la espalda de la madre y la historia prosiguió. Ella sonreía con los labios fijos; triste y a la vez curiosa.

- Todo eso sucedió mientras yo me moría de frío en la estación de ferrocarril. Había perdido la dirección y varias veces marqué inútilmente a la habitación de Gregorio. Jamás me contestaron. Tuve que irme a un viejo hotelucho de mis tiempos de estudiante, cuando trabajé en el aeropuerto y apenas me alcanzaba el sueldo. Gregorio andaba redimiendo almas mientras que yo, su visitante, pasaba la noche entre extraños.

Algunos de los recién llegados se acercaron al ataúd. Uno de ellos invitó con un gesto de confianza al narrador a acompañarlos, pero él se negó con una frase cortés: No, gracias, prefiero recordar a Gregorio como era en vida, es capaz de darme otro susto si me le acerco. Encendió un cigarrillo y siguió narrando con el mismo tono de antes, como si tan solo le hubiesen preguntado por el precio de su corbata.

- Esta historia me lo contaron él y la señora varios años después, en la fiesta de promoción de ese disco. Había nacido ahí una canción; creo que la tercera del álbum, esa que tiene un solo de guitarra... Volviendo a la historia, la señora, siguiendo los sabios consejos de Gregorio para mejorar su vida personal, se lió con un señor que tenía una fábrica de guantes y se la llevó a los Estados Unidos. Pero ella regresó sólo una vez y exclusivamente para asistir a la presentación del disco donde estaba su canción. Gregorio, pudoroso como siempre, nunca le contó de su enfermedad.

Sí, era un tipo como yo. Fue grato descubrir que detestaba ver a los muertos en su última aparición pública. Yo también procuro recordarlos tal como fueron en vida para que su imagen no se haga permanente en mis pesadillas, las cuales con tanto medicamento, ahora se me han vuelto más asiduas. El hombre del cigarrillo continuó con la charla. Su escaso público mantenía el interés.

- Pero la mujer se enteró en Estados Unidos de que Gregorio se moría. Se dio cuenta, al ver que sus cartas demoraban mucho y no aceptaba la invitación que ella y su esposo le hicieron para visitarlos. Creo que alguien del grupo de ayuda les reveló el secreto y ella ofreció enviar dinero al hospital. Dijo que le hubiera gustado tener a Gregorio un tiempo en su casa de la playa. Viven en Florida, en un pueblo pesquero muy bonito. El marido es fanático de Ernest Hemingway y detesta a muerte al doctor Fidel Castro. Creo que le gustaba matar lagartos con la escopeta y capturar peces con sedal, sin usar caña, porque eso no es varonil, según él.

En ese momento olvidé donde estaba. Otra imagen me envolvía a la hora de sentir en mis oídos las imágenes de una playa tropical. Olor de algas intensas, aliento de marea unánime. Altos helechos en macetas colgantes en el pasillo, la vieja radio Wulitzer coronada de tazas de café abandonadas... una vez más el velorio de mi abuelo, en esa casa pequeña que ya era de mamá. Su único deseo había sido ser velado en la casa que fuera de sus padres... Yo volví a ser el niño aburrido ante decenas de mujeres rezando, junto a otros más pequeños que yo, indiferentes y jugueteando en las mecedoras del pasillo. Y mucha gente que nunca había visto y jamás volví a mirar entraba y salía. Tan solo a un capitán de estrecha barba, que había navegado con el abuelo en otros tiempos, volví a verlo poco después, ahora en un ataúd, la barba blanquecina, vestido con el uniforme del mismo color. Mi madre me había llevado, tal vez para corresponder, a un sepelio del que yo no sabía nada. Atraído por el morbo fui a mirar al muerto ajeno y me asusté al reconocer al mismo hombre de mar que asistiera al funeral de mi abuelo, trayéndome su imagen veloz, como si alguien hubiese cerrado de golpe la tapa del ataúd. Ese hombre, un día en la calle, me había hecho una seña y trató de acariciarme los testículos al salir de la escuela y pasar por el muelle. Yo huí aterrorizado y volví a hacerlo al descubrirlo quieto en su caja... Desde entonces no volví a mirar ningún ataúd abierto.

La gente ahora miraba mi rostro y sobre todo el tipo llamado Eugenio. No entendí que pasaba. Abstraído, temí que me hubiera puesto a desvariar o hablar solo. Adivinaron mi turbación y disimularon sus miradas. Eugenio trató de recobrar cierta compostura y entendió que yo volvía de un estado de ausencia, sin haber escuchado el instante en que me había dirigido la palabra.

- Perdone, joven, creo que no me ha escuchado. ¿Usted es Adrián, verdad? Necesito que me ayude. Esta gente quiera que yo vaya a ver a Eugenio en su ataúd y me he negado rotundamente: no me gusta ver a nadie en su caja. Y, entre los pocos que estamos, han descubierto que usted tampoco lo ha hecho. Yo no iría si sólo de mí dependiese, pero la madre de Gregorio quiere que usted y yo la acompañemos y eso es algo a lo que no podré negarme. ¿Viene con nosotros?

Imposible decir que no. Me puse en pie y tomé el brazo de la madre, pequeñita y contrahecha; casi pude visualizarla frente a la vieja máquina de coser de puro hierro que Gregorio ahora tenía de adorno en un rincón de su sala, un hermoso trofeo exigido cuando él consiguió que ya no volviese a trabajar nunca en su vida.

Avanzamos los tres hacia el ataúd y miré por primera vez a mi amigo muerto: sereno, vestido con una camisa que hace varios años le había regalado y cuya existencia creí en el olvido. Una camisa de lino blanco y cuello cerrado, estilo militar, que yo le facilité en aquella ocasión que presentó su primer grabación e irrumpió a mi casa una hora antes, nervioso por su falta de guardarropa... Días después, afirmaba jubiloso que mi camisa le había dado buena suerte y entonces decidí regalársela. Ahora frente a mi, lucía con el mismo orgullo de aquella presentación.

- Gregorio dejó una lista de cosas pendientes - me dijo la madre con voz cotidiana -: y me insistió mucho que le pusiéramos esa camisa esta noche. Quería ver a Dios con el regalo que usted le hizo. Nunca se olvidaba de usted. Siempre lo mencionaba con cariño. Siempre.

Entonces ella se retiró despacio, satisfecha por haberme hecho ver a su hijo y enterarme así de esa pequeña sorpresa reservada para mí. Me quedé petrificado, mirando a mi amigo, ya sin temor, sorprendido de lo bien que lucía en la muerte. La delgadez de la enfermedad le había rejuvenecido varios años hasta verse idéntico a los fotografías de aquella presentación, solo que ahora con la frente más pronunciada. Eugenio se quedó conmigo y me dijo que a Gregorio le gustaba dar sorpresas. No hallé que decir y sólo fui capaz de leer en voz altas las letras escritas en la manta llevada por sus alumnos que estaba frente a nosotros. Acepto. Sólo sé decir te amo, musité con la sensación de que nadie me oiría.

- A mí nunca me dijo el significado de esa canción. Acepto. Sólo sé decir te amo – dijo
Eugenio repitiendo mi frase -: según esto, había una historia oculta en esa melodía; lo confesó una vez, pero siempre se negó a contármela... decía que ese era un secreto que solo los verdaderos amantes del cine podían detectar y yo no lo era. Le rogué que me dejara saberlo y él se negó: como el cine es una de mis pasiones, esa ignorancia me hacía sentir derrotado ante él. Gregorio me contaba muchas cosas, casi todos los asuntos de su vida, pero este detalle siempre se negó a revelármelo. Dijo que sólo en el momento oportuno lo entendería. Y he preguntado a muchos cinéfilos y a nadie le sonaron conocidas esas palabras en ninguna cinta. La única pista que Gregorio me dio fue que algo tenían que ver con Casablanca.

- ¿Eran muy amigos tú y Gregorio? - le pregunté separándome del ataúd, acercándonos a unos jarrones, para dar sitio a otras personas que querían mirar a nuestro amigo. Para sorpresa nuestra, comenzaba a aparecer más gente después de la media noche. Habíamos olvidado que Gregorio y la mayoría de sus amistades eran gente que le gustaba vivir de noche.

- Bastante cercanos fuimos - me respondió Eugenio luego de ofrecerme un cigarrillo, salido de una elegante pitillera dorada. Una puerta que no habíamos visto nos reveló un largo balcón donde sería posible fumar al abrigo de la noche y hacia allá nos dirigimos, ahora con la complicidad espontánea que surge siempre entre un par de fumadores furtivos-: Gregorio y yo dejamos de vernos muchos años, pero nos telefoneábamos una vez al mes. Él trabajó un tiempo en mi restaurante: se inició en la cocina y, en alguna ocasión, lo puse a cantar a la hora de las cenas y comenzó a atraer a la gente. Es curioso, ¿no? Además, se encargaba de hacer la mayoría de las reparaciones del negocio, tal como dije hace un rato.

En el mundo femenino, es más fácil preguntar la naturaleza de la relaciones, que en el de los varones. Yo me atreví a hacérselo, sobretodo al notar el cariño con que hablaba de Gregorio. Es una manera también útil de evitar malentendidos.

- ¿Fueron pareja alguna vez ustedes?

- No, qué va - me respondió sin alterarse ni darme tiempo a enmendar mi actitud por la respuesta -: Nada de eso, mi amigo. Gregorio y yo fuimos hermanos. Somos hermanos, debería decir, porque la muerte no elimina los parentescos, según pienso yo. Él y yo compartimos el mismo padre y fui el mayor: mi madre siempre se negó a darle el divorcio a papá. Afortunadamente nos conocimos muy jóvenes y creo que por eso nunca creímos que hubiera algo malo en ser medios hermanos. Papá nos reunió algunas veces y jugamos de niños; yo siempre fui muy sólo y me alegraba de encontrarme con él... La madre de Gregorio por eso me habla de usted; si se dio cuenta hace unos minutos.

La revelación me trastornó. Era extraño saber la repentina existencia de un hermano en la vida de mi amigo a estas alturas. Alguna vez lo mencionaba vagamente, pero Gregorio no había sido muy dado a hablar de si mismo. En cambio, él preguntaba mucho por la vida de uno y se preocupaba sinceramente. Cuando el sida se me diagnóstico buscó ayudarme y yo siempre me negué, ocultándome en mi mismo y negándome a los amigos. Ahora Gregorio me daba un misterioso mensaje desde su ataúd… No quería quedarme más dudas y decidí preguntarle al hermano el secreto de la melodía. Eugenio silbó en tono muy bajo la canción compuesta por su hermano, como si inconscientemente preparara con una rúbrica de la revelación. Los hermanos silbaban de la misma manera.

- El nombre de esa canción... ¿Puede decirme el mensaje oculto o cree que debo esperar el momento como usted lo ha hecho?

Él asintió muy amable. Me dijo que no había ningún problema y bajó la voz, al parecer sin darse cuenta, para narrarme la historia: Gregorio lloraba con Casablanca. Amaba intensamente a Ingrid Bergman. Pero la respuesta de la canción no estaba en la película si no en ella, en su vida propia. Yo no sabía como conoció a Roberto Rosellini. Fue antes de la filmación de Stromboli. Él necesitaba una actriz y le mandó un telegrama con dos frases que ella contestó de la misma manera. Después de eso, los dos se enamoraron, ella dejó a su marido y aquello fue el primer gran escándalo del cine cuando la Bergman tuvo una hija ilegítima con el italiano...

- Las frases son sencillas - continuó ya en voz normal - : le confieso que me acabo de enterar viendo un documental de cine. Rosellini, que ya se sentía atraído por Ingrid Bergman, en vez de usar el teléfono o llamar a su agente le envió un telegrama con sólo dos preguntas: ¿Acepta hacer una película conmigo? ¿Sabe hablar usted italiano?... La respuesta de ella fue igual de escueta y veloz... Acepto. Solo sé decir te amo... ¿Qué le parece? Y yo me enteré hasta hace unos cuantos días, cuando Gregorio ya no tenía conciencia de nada y no podía enterarse que al fin su hermano había revelado el secreto de su canción. A quien se le ocurre. Acepto. Sólo se decir te amo... Sentí que Gregorio me decía esa frase a través de su coma; que aceptaba la muerte y aún seguía queriéndome como el hermano de tiempo completo que siempre traté de ser.

No pude más y comencé a despedirme. Eugenio me acompañó hasta la puerta. Gregorio había aceptado la muerte con una tranquilidad que me sentí obligado a imitar de ahora en adelante: Yo había sabido de lo terrible de sus últimas operaciones y no quise verlo en el hospital por temor a desplomarme ante lo que se me venía encima; además de que siempre creí que me iba a regañar con fuerza por no haber seguido a tiempo su consejos. Y yo le tenía miedo, a él y a la enfermedad. Ahora vislumbré que esta noche algo comenzaba, algo parecía tomar forma, pero aún no comprendí que situación estaba a punto de suceder.

Eugenio y yo nos demoramos largo rato en la salida. Charlamos de cosas diferentes, con la afabilidad de quien se encuentra con un desconocido y descubre que hay una afinidad secreta, sembrada imperceptiblemente por alguna amistad común. Hablamos de vinos y las especialidades de su restaurante, donde incluso servían los platillos que tanto le gustaba a Gregorio y eran la comida típica de su pueblo. Pronto ofrecería ahí una comida especial para los amigos de su hermano. Yo estaba invitado y podría asistir cuando quisiera, me dijo al extenderme una tarjeta de presentación. Bajo el nombre del sitio rezaba una interesante leyenda: Eugenio Gregorio Díaz. Anfitrión y propietario. Llamé la atención sobre la repetición nombre y me arrepentí por mi falta de tacto: a veces los medios hermanos repiten el nombre del padre debido al afán de las madres en conflicto que, deseosas de atrapar al padre, le imponen el mismo nombre a sus hijos. Eugenio aclaró mis dudas con la misma expresión con la que me había revelado su parentesco.

- Gregorio nunca se llamó Gregorio. Su verdadero nombre es Domingo, el mismo que su abuelo materno. Cuando nuestro padre murió, Gregorio era un estudiante de bachillerato. Yo era mayor y trabajaba en un almacén; así que lo ayudé a terminar sus estudios y siempre le envié el apoyo que pude al cursar su carrera. En agradecimiento a mí, él se puso mi segundo nombre cuando se dedicó a la música. Ya no se lo quitó nunca más. ¿Qué le parece? Tampoco perdió la generosidad. Nunca en la vida. Nunca.

Me alejé bajo una lluvia de ecos veladamente telegráficos. Las gotas caían sesgadas ante la luz del alumbrado público y la madrugada llenó de opacidades azules la negrura del firmamento. Había un olor a frescura de hojas en las aceras y en algunas ventanas comenzaban a encenderse luces que más tarde se apagarían, casi al mismo tiempo que los faroles. Caminé a mi casa, dispuesto a conciliar el sueño y regresar descansado al sepelio. La existencia de Gregorio parecía pasar ante mí, iluminada por los secretos de su vida, desenterrados por la muerte, vueltos a sentirse como una melodía vibrante, una melodía que sólo yo y su hermano podíamos escuchar, oculta tras las profundidades de aquella madrugada, desleída por la llovizna que nos envolvía a todos, secreta cual manto invisible. Alguien desde alguna parte podía mirarnos y detenerla con un silencioso gesto. O quizás también ahora se daba el lujo de ignorarnos, consciente y conocedor de que la muerte puede terminar con una vida, más no con una relación. Qué extraño es el estado civil de los muertos. ¿La verdadera vida será ese instante en nos separamos y luego volvemos a encontrarnos? Sólo existe una manera de saberlo. Ahora Gregorio ya sabe lo que es cierto. Ahora yo silbaba una canción al caminar. Ahora me sentía vivo. Acepto. Sólo sé decir te amo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Desocupado Lector





Es casi normal que algunas mamás, cuando sorprenden a sus hijos leyendo en un rincón, acudan una terrible sentencia: “a ver, tú que no estás haciendo nada, ven y ayúdame con esto”.
Sucede igual cuando ven la televisión, algo por lo general visto como un derroche de tiempo, intelecto y energías, aunque hoy ya se aprecien excelentes documentales, además de un cine con una propuesta artística, diferente a la de Hollywood.


La lectura, incluso la lúdica, aquella que se hace por divertirse o pasar el rato, es y puede ser a veces más didáctica que los textos contemplados con ese fin. El joven que desentraña un libro de Harry Potter (no me da rubor el ejemplo) pone en marcha los mecanismos mentales de la visualización, el análisis y la memoria, todo al mismo tiempo y sin estar en conciencia de la automatización del proceso.
La falta de esa lectura nos ha hecho un poco retraídos en cuestiones expresivas. El mexicano promedio usa un vocabulario limitado; más o menos con el mismo número de frases y expresiones de uso común en una telenovela. Ya no verbalizamos; no acudimos a fraseos aventurados o buscamos matices en una conversación a través de los temas o el ritmo de los enunciados… Sume usted que aquí en el norte la gente es muy parca para hablar o a veces, de plano, no tiene ganas ni de saludar a nadie.

Para la gran masa, leer un libro “de puras letritas, que no tenga dibujados los monos en acción” equivale a escuchar los discursos de una sesión en la Cámara de Diputados. De no ser por Corín Tellado o Marcial Lafuente Estefanía – ambos escritores de origen español – muchos mexicanos no se hubiesen atrevido a franquear las puertas de una historia cimentada en la sola presencia de los tipos de imprenta.

Tengo un amigo al que considero un buen lector, aunque lee menos que la mayoría de mis conocidos escritores o profesionales ligados a la literatura. Dicho amigo es abogado de formación y ejerce el magisterio; nos vemos o coincidimos cada dos o tres meses y siempre, al inicio de la charla, me narra su opinión sobre alguna novela leída en el ínter, todo esto con detalles y deseos de saber mi criterio, en caso de que conozca al libro o al autor.
A pesar de que, sacando cuentas, mi amigo no lee más de diez libros al año, lo considero un buen lector. Se da tiempo de asimilarlos con calma y hace algo que casi es una labor de extensión cultural: su conversación, aún con personas no cercanas al gusto de la literatura, incluye comentarios de los textos que ha disfrutado en ese tiempo.

Personas así leen sin meterse en problemas. Por el gusto y el placer de hacerlo. Esos son los lectores vivos que muchas veces mantienen en movimiento no sólo una industria editorial, si no que crean una conciencia lúcida en el entorno de una visión del país y a su vez, alejan el conformismo, la credulidad y el Alzheimer de su cerebro.
Yo me he vuelto un lector más sangrón, que no es lo mismo que exigente. Si a estas alturas de mi vida abro un libro y no ocurre nada en mi mente durante diez minutos, mejor lo cierro. Aunque eso viene porque a veces leo cosas por obligación e incurro en el exceso.

No condeno a quienes leen a Pablo Coelho, a esta señora que escribió “Crepúsculo” o quienes, hace unos años, tomaron como Biblia el regular texto de Irving Stone sobre la vida de Van Gogh. Fue curioso como la gente buscó dicho libro al poco tiempo que un millonario compró “Los girasoles” porque combinaban con una pared de su oficina.
Leer libros de moda no es condenable. El acto de leer y comprender no debe ser pasajero, ni depender de temporadas. La moda, por definición es efímera. La tradición sostenida es aquello que en verdad cuenta.

martes, 18 de agosto de 2009

Woodstock 40

Woodstock ha cumplido cuarenta años. La terapia colectiva, el concierto egregio celebrado en una granja del estado de Nueva York, ha llegado a la cifra mística que oriente dio a nuestro imaginario colectivo a través del cristianismo y las Mil y Una Noches. Cuarenta días y cuarenta noches; cuarenta ladrones; cuarenta días en el desierto; cuarenta jornadas de la cuaresma…

No es idea de este texto equiparar aquel reventón catártico con las experiencias religiosas, aunque para algunos su asistencia fue como asumir un credo. En la antigüedad, el número 40 representaba una inmensidad remota y sagrada. Hoy decimos “un millar” o “casi un millón” sin razonar que estas cantidades, a escala planetaria, no son tan grandes.


Es lejos y a la vez cerca. Aquellos que tenían 20 años en el momento de Woodstock hoy ya gozan de la edad reglamentaria para acceder al INSEN. En cambio, los que vivieron la posterior réplica jipiteca de Avándaro, todavía siguen siendo adultos menores.


En el concierto de Woodstock, Jimmy Hendrix, pocos años después fallecido de una sobredosis, interpretó el himno gringo a ritmo de Rock & Roll, como una manera de decir que, si bien la mayoría de los presentes estaban contra la guerra Vietnam, no por eso iban a dejar de ser estadounidenses.

Aunque fue un fenómeno esencialmente gringo, las bases de una cultura más agresiva y contestataria parecen haberse reafirmado ahí, luego de las diversas trepidaciones de los 60s, ya fuesen la muerte de Martin Luther King, el ataque a Bahía de Cochinos, el mayo del 68 en Paris o el 2 de octubre en Tlatelolco.

La brecha general quedó abierta. Aquí en México, Díaz Ordaz dio la orden fulminante desde la Presidencia; pero pocos meses después, su hijo Alberto se reventaría en Avándaro con buena parte de la junioriza política del mexican stablishment.

Siempre corrió la leyenda de que Jim Morrison, por esas fechas, había tocado en una orgía desenfrenada en Los Pinos, hecha en ausencia de don Gustavo y cancelada por el Estado Mayor. Manuel Avila Camacho, sobrino del ex presidente y también superjunior, confesó que en realidad Morrison había aceptado tocar en el Hoyo Fonqui de un amigo de ellos y, regocijados por tener al fin al profeta en su tierra, se fueron festejar a la casa de Alberto con esos trágicos resultados.
Por culpa de ese grave error de cálculo, se canceló la tocada y fueron cerrados varios antros de la Ciudad de México. Afortunadamente, aquí en Mazatlán dejaron vivo al Mauna Loa.

Woodstock hasta cierto punto quedó legitimado cuando el filme sobre dicho concierto ganó el Oscar a Mejor Documental en 1970. Aportó la modalidad de tres planos distintos en pantalla, algo que fue copiado por la biografía de “Selena” de Gregory Nava, provocando un alto desgarramiento de vestiduras entre rockeros de la vieja guardia y algunos cinéfilos.
Aquí en México no sólo nos deben un documental digno sobre Avándaro, sino también una muestra literaria. Varios escritores de calidad fueron testigos de esta eclosión entre rebeldía, juventud sitiada y los paraísos artificiales de la droga. Esto fue el 11 de septiembre de 1971.

La nueva versión de Woodstock fue impactante pero no tanto. Quedan las imágenes de los jovenzuelos saltando en el lodo formado por la lluvia, las colas al baño y el helicóptero a punto de ser derribado por los fanáticos. ¿Nacimiento o fin de una era? No lo sabemos: la cuerda de aquellas guitarras aún sigue retumbando por el aire.

lunes, 10 de agosto de 2009

Habla de los amantes






Buscando una frase perdida de la dulce Simone Weil, encuentro el fragmento de una carta de Hermann Hesse dirigida a un joven de 18 años. La carta fue escrita en Montagnola (Suiza), el 28 de febrero de 1950. Habla de los amantes... (amantes no siempre quiere decir infieles).


“A ellos les sucede cierto día que tropiezan con la realidad desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su sueño que se llama yo, contemplan el rostro de la vida, su horrible y maravillosa grandeza, su inmensa plétora de dolor, aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos responden a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y definitivo, con el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a los hambrientos, a los enfermos, a los viciosos, no importa quién, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Éstos son los verdaderos amantes, los santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que aspira más que a la norma y a la rutina, ganados por su sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Pues el genio es amor, es anhelo de abnegación y no se satisface sino en este último y total holocausto”.

Simone Weil, que murió inmolada en algo que algunos han llamado anorexia mística, cumple con el extraño requisito de morir en la entrega de un sueño o ideal intangible. Para ella “el amor no es un consuelo, es luz”... Que quedé en esta página un poco de su luz.

domingo, 9 de agosto de 2009

D.F. Profundo



Vista desde la ventana del hotel



Apenas subo al vagón y, no sé por qué, me quedo con la impresión de que el Metro hoy tiene más luz que antes. Una voz femenina anuncia el nombre de la estación: “Zócalo”, pronunciado con pretensión de línea aérea y al instante le sigue una música francesa instrumental, además de la voz de Edith Piaf, entonando “La Vie en Rose”…

Avanza el vagón y descubro que no todo es de ese color, a pesar de que viajo en la línea azul, justo por el tramo donde no corre subterránea y nos inunda la luz del agosto capitalino, todavía con el aire despejado de las vacaciones y que tanto impresionó - en su momento - a Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo. La región más transparente.


Ilusión: sucede que los vagones se ven más luminosos porque las puertas intermedias, por lo general cerradas, han sido abiertas desde la emergencia sanitaria a la fecha y por ello el metro luce menos oscuro, menos hacinado, un poco más espacioso.
La música que he escuchado tampoco es ambiental. Sucede que los tradicionales merolicos se han modernizado y hasta educado un poco.

Llevan una mochila con una bocina de alta calidad, conectada a algún ipod desde el que emanan las melodías que escucharemos en el trayecto, las cuales suenan en un volumen aceptable y nos permiten a los pasajeros escuchar un buen pedacito, antes de anunciar los detalles de la venta. “Como una promoción especial, usted se va a llevar este compacto con 27 éxitos de la canción francesa por tan solo diez pesos! ¡Le cuesta, le vale tan sólo dieeeez PEEESOOOS!

Hasta eso que es uno solo por parada, así que en la siguiente subió una señora de cuyo morral emanaba la nostálgica voz de un cantante ingles nacido en Gibraltar, Albert Hammond, y su ancestral one-hit-wonder “Eres toda una mujer”… Ya en Villa de Cortés apareció un joven melenudo con aires de los “Creedences” y, al bajarme en Ermita, un venerable caballero ascendió con los ritmos de Marco Antonio Muñiz.

Los exteriores del metro siguen iguales. Los puestos de fritangas, el oscuro aceite acumulado en los comales, de ese color que según el gourmet Ernesto Trejo le da el verdadero y justo sabor a los tacos de suadero. A los provincianos aún nos cuesta ver a gente tan trajeada y elegante echándose un taco de longaniza y otro de cachete en una esquina llena de moscas. ¿Serán ellos una alegoría viviente de las contradicciones que asume para sobrevivir este país?

Regreso al Centro Histórico y camino por las calles, buscando una clavija para el conector de mi teléfono. Por Francisco I. Madero –la antigua Plateros – abundan negocios de objetos electrónicos importados, pero no consigo la pieza: todos me quieren vender el juego completo por 400 o 600 pesos, a mí que sólo me interesa un adaptador que no debería valer más de 50. Sigo caminando; al cabo es agradable la música de los organillos.

Mi periplo me lleva hasta Reforma y Bucareli. Decido entra a EL UNIVERSAL a saludar al amigo Alejandro Páez, quien por suerte pudo recibirme sin previa cita y me hace un recorrido por la redacción. Le pido permiso para recargar mi teléfono en su computadora y termina regalándome su cargador.

Al salir, me entero que el objeto que busco sólo podría haberlo encontrado en un tianguis de mercancía pirata. Una manifestación de maestros pasa frente a mí, con destino al Zócalo, y pide más apoyo a las universidades y menos a los bachilleratos técnicos que nos pueden convertir en un país de maquiladoras… Seamos diferentes, seamos creativos, seamos pensantes.

Creo que vivimos un espejismo y nuestra modernidad es como los ambulantes del metro: mejores equipos, mejor comportamiento, pero en el fondo la misma pobreza y el mismo modelo económico que nos aturde, asfixia y nos quita los sueños antes de que muchos podamos comenzar a tenerlos.