domingo, 30 de octubre de 2011

Silvio y La Escalera




Hay momentos a lo largo de una relación donde los amigos tocan el tema de la muerte. Casi siempre es con motivo de un deceso o un funeral; la mayoría evade el asunto en la conversación común para no remover un recuerdo, simple cortesía o evitarse incomodidades.

Otros lo hacen libremente, a veces en broma, a veces de manera tranquila dentro de una charla profunda. Mi amigo Gustavo Galaviz tenía la cualidad de poder conversar tanto de política, de música o la simple vida real sin cambiar el tono o perder la compostura en ese momento.

A Gustavo Galaviz toda la universidad y la comunidad artística alternativa lo conocían como “Silvio”, ya que era un trovador que dominaba el repertorio de la entonces Nueva Trova Latinoamericana y algunos temas incluso no muy conocidos.

Lo mismo en composiciones de Pablo Milanés o Carlos Mejía Godoy o algunas piezas hechas por anónimos combatientes, como una melodía que hablaba de las guerrillas en Cochabamba u otra que se llamaba “¿Qué es el FAL?”, donde se explicaba, paso a paso, la descripción del Fusil Ametrallador Ligero y como usarlo contra el imperialismo yanqui.

Silvio no solo era un personaje que animaba las peñas: por años fuimos compañeros en el área de la cultura, y si bien su puesto era de asistente del entonces Vicerrector, nos ayudaba voluntariamente en la talacha de organizar eventos… mientras que, cuando la cosas era por varios días, mi jefe superior lo pedía “prestado” para sacar adelante los retos.

Gustavo Galaviz no solo era bueno para mover y lidiar artistas del círculo universitario en el aeropuerto, si no también era alguien con experiencia en la calle y a quien nunca se le atoraba la carreta. Conocía todos los vericuetos y atajos para resolverlos y no le daba vergüenza cargar sillas o empuñar una escoba. Era Licenciado en Ciencias de la Comunicación, ejerció con ánimo el magisterio y quería mucho a su esposa Hilda, a quien le había compuesto varias melodías.

También podía tener una conversación divertida e inteligente con escritores, cineastas y especialmente con sus colegas de la música, sin caer en el protagonismo. Lo mismo con Virulo, Gabino Palomares, Marcial Alejandro o el destacado pianista cubano Gonzalo Romeú, quien dio un concierto en el Teatro Ángela Peralta usando como pista de fondo a la orquesta de su abuelo, en un alarde de tecnología de hace 15 años que Silvio bautizó como “El sistema Sanfarinfas”, ya que era el mismo principio que usaba de ese otro fallecido personaje de la bohemia mazatleca.

Alguna vez hablamos del tema de la muerte, escuchando una melodía de Silvio Rodríguez llamada “La escalera”, en donde el personaje narra que un día, caminando por una calle cualquiera y silbando un trino, se topó con una escalera al lado del camino: una escalera sencilla de rústico enmaderado.

La canción puede ser una apología a lo elemental: un hombre ve una escalera, se sube a ver que hay arriba y luego desciende con el alma contenta.

Pero nosotros creímos ver ahí una metáfora de la muerte: la creencia de que a veces, al llegarnos ese dramático momento, no nos damos cuenta sino hasta después de sucedido, evitándonos la angustia súbita, encontrándonos luego de repente escuchando una repentina canción junto a los amigos que ya se fueron. Uno puede morir atropellado pero no nos damos cuenta: seguimos caminando hasta que nos encontramos a un viejo amigo de la secundaria que murió años atrás y, bromeando, nos hace caer en cuenta de nuestra nueva y, ¿por qué no?, mágica condición

Así quiero imaginar que se fue Silvio: que encontró una escalera en su camino y por ahí se fue, silbando su trino. Esa canción era una clave entre nosotros y su melodía final a veces la invocábamos a la hora de la cerveza, la risa por las experiencias vividas y la hermandad infinita que nunca se termina: la muerte puede terminar con una vida pero jamás con una relación. ¡Hasta siempre, Silvio!


http://www.youtube.com/watch?v=lB5BP-408b4&feature=related

miércoles, 26 de octubre de 2011

ESCRITURA CONFESIONAL



Hay una literatura que nace del dolor: mana de una herida abierta que vuelve tinta y oración todo aquello invisible surgido de ese fuego interno.

La escritura nacida de una búsqueda interior, necesariamente, aterriza en los puntos más débiles o febriles de un alma en pugna.

Aquello que duele, templa y fortalece. Escribir, aunque sea para uno mismo, puede ayudar a ver las cosas con claridad o darlas por concluidas. Si no es así, auxilia a pasar a la siguiente página.

Antes del hallazgo del psicoanálisis o los grupos de ayuda, el ser humano tenía como recursos la evasión, la religión o la escritura. Todavía Jung en el siglo XX proponía que la verdadera terapia era aquella que se acercaba a lo sagrado.

"El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor," dijo Fedor Dostoievski

Quien sabe si Dostoievski, dotado de un psicoanalista y medicamentos apropiados, hubiera podido escribir sus grandes novelas. No recuerdo que escritor francés decía que “la enfermedad es el viaje de los pobres”. La tribulación, por supuesto, no puede ser el entretenimiento más deseado.

Poemas como “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” de Jaime Sabines o “Nocturno a mi madre” de Carlos Pellicer son un grito ahogado ante la muerte, su misterio inexplicable y el dolorido gemir que se vuelve música de palabras.

Hace poco leí un libro llamado “Cenizas de mi padre” del cineasta Claudio Isaac. Narra algunos episodios de la vida de su progenitor e inclusa realiza un viaje a Akron, Ohio, a donde fue su padre como concursante de un certamen internacional de natación.

Un notable escritor reseñó con justicia el libro y al final concluye que pudo haber sido una excelente novela. Bueno, aquí me detengo, ¿tiene que ser novela un libro para qué sea bueno?

¿Por qué en México la literatura confesional se considera un subgénero?
En Francia, nación rigurosamente cartesiana, incluso se han dado best sellers de ese tipo como “L’Amant” de Marguerite Duras, para citar a uno muy conocido.

El rechazo a leer libros “deprimentes” es producto de una negación. Al compartir un dolor, terminamos sintiéndolo y por esos muchos se niegan a ir a la casa del duelo o al libro donde un alma se desgaja en fragmentos. Para dramas ya tengo los míos, suelen decir.

Pero algo nuevo hay en la gente que la impele a verse reflejada en ese espejo de funeraria obsidiana. Qué libros tan duros como “Las cenizas de Ángela” hayan obtenidos imbatibles índices de venta nos habla de la necesidad de un sector de encarar las furias que enfrenta una otredad.

Si usted no desea leer el drama ajeno, pero desea sublimar el suyo, la escritura puede darle sosiego. No tema hacerlo mal: una manera de soltar la pluma es escribir una especie de carta a los hijos o a los padres y así las ideas fluyen más libremente. Y esas palabras no se las lleva el viento.