domingo, 11 de diciembre de 2011

SOLO TRES LIBROS






A pesar de la feroz estadística que afirma que los mexicanos leemos un libro -o medio libro al año-, pocos pueblos tienen el respeto sacro y a veces supersticioso a la letra impresa como el nuestro. Eso es un mérito en un mundo digitalizado.

Hay quienes dicen que, para bien o para mal, es hora de actualizar esa estadística de lectura que se ha vuelto ya un postulado.

No obstante a nuestras fallas, el mexicano lee un poco más que incluso los estadounidenses, pueblo que se educó en gran y especial medida luego de la Segunda Guerra Mundial: todos los soldados que volvían del frente tuvieron derecho a ser becados en las universidades privadas, además de que la estancia en Europa les hizo provecho a no pocos.

México, con todas y sus carencias, desde los años veinte tuvo el positivo y positivista vendaval de José Vasconcelos, las misiones culturales rurales y varias generaciones de maestros motivados por su apostolado, el reto de cambiar un país y sueldos de buen nivel, premisa que también acuñó Vasconcelos. Un maestro con estabilidad laboral y económica era un valor invulnerable a los vaivenes políticos y garantía de continuidad.

En nuestro país, casi como un mantra, todavía se recurre a la consabida y no siempre bien resuelta frase de que todo hombre debe en la vida plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Es posible que la conseja venga desde ese periodo.

La anónima frase, por cierto, es original de José Martí. Otra frase suya, eternamente actual, sostiene que “el primer deber de un hombre de estos días es ser un hombre de su tiempo”.

No es raro así que hoy el encono general se enfile hacia un personaje incapaz de recordar los tres libros de su vida. Estuvimos tan acostumbrados a los políticos de antes que se les daban de escritores, y que algunos recuerdan más como “los jurisconsultos soñadores”, que hasta dentro de ese mismo partido se extrañan a aquellos líderes con aires de magistrados y oratoria de tribunal.

¿Cuáles son los libros que deben leer los políticos? ¿”El Padrino” o “Los Borgia” de Mario Puzzo? ¿”La sombra del caudillo” de Martín Luis Guzmán o “Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia”? No necesariamente tienen que ser novelas. Los libros que cambian el mundo son de la especie de “El Contrato Social”, “El manifestó comunista” e incluso el Código Civil napoleónico.

Una de las grandes novelas políticas del siglo XX es “Todos los hombres del rey”, de Robert Penn Warren, la cual ha sido llevada al cine en varias ocasiones (Una de ellas hasta ganó Óscar a la mejor película. La versión fílmica reciente con Sean Penn es más fiel al original e incluso moderniza positivamente a los personajes).

Yo creí que era una novela ya muy de los años veintes. Sin embargo, cuando la leí entendí mucho de la política sinaloense, incluso hasta el fenómeno del ex Alcalde Rodríguez Pasos.

A diferencia de Jesús Silva-Herzog Márquez, no pienso que lo grave de Peña Nieto radique en que no supiese responder con tino, rapidez y malicia ante un imprevisto.

¿Cuál imprevisto? El aspirante al cargo más alto de este país estaba en una Feria del Libro, no en una Feria Ganadera o alguna reunión de dos mil maestros llevados por Elba Esther Gordillo. El señor presentaba un libro firmado por él. Era natural que le preguntaran por los 10 libros que se llevaría a una isla desierta... y hasta eso que le preguntaron solo por tres.

El primer gobernante que no leyó un libro clásico en política y además, inspirado en sus propias acciones, fue César Borgia: gracias a su ejemplo, Nicolás Maquiavelo escribió “El Príncipe”, recientemente mencionado por otro político también de mala memoria. TWITTER @juanjose_rdgz

domingo, 13 de noviembre de 2011

NUESTROS PECULIARES SÍMBOLOS



Publicado en Noroeste Mazatlán

A Juan Villoro le parece que el problema de nuestras definiciones culturales comienza con el escudo nacional: es ahí donde vemos todos los días a un animal depredando a otro y esa violencia desde entonces ha quedado incrustada en todos nuestros individualismos.

Villoro pone como ejemplo a la bandera de Corea, país que optó por representar ahí el dualismo del Ying y el Yang, el bien y el mal en una equivalencia equilibrada donde todos giramos, concepto que en su momento también permeó el cristianismo primitivo.

Más atrás en el tiempo, y siguiendo con nuestros símbolos, a Jorge Ibargüengoitia le incomodada el escudo del Seguro Social donde, según él, se ve a una madre de familia con un bebé, incapaz de darse de cuenta que una monstruosa ave acecha detrás de ellos.

Para Guillermo Fadanelli, si existiese algo que pudiera cambiarle a la Constitución, sería solo la portada, según afirma. La ironía puede ser elogio: la nuestra fue en su momento una de los constituciones más modernas y realistas. Tanto la del Siglo XIX -que nos volvió un estado más moderno que muchos de Europa- como la de 1917, aun olorosa a pólvora revolucionaria.

Sin embargo, el simbolismo de la Constitución cada vez más se diluye, a pesar de su fecha consagratoria del 5 de febrero y una de las principales y más antiguas calles de Mazatlán. Antes, en las primarias, les regalaban a todos los niños un ejemplar para que conociesen a fondo todos sus derechos, deberes y obligaciones. A mi ya no te tocó esa dádiva del estado benefactor.

¿Seguimos con frases de escritores? Pasemos a la cultura popular y el vórtice mediático que a todos nos hace girar en torno a un celular o las conversaciones que ahorita tienen con tanta seguridad los adolescentes.

Cada vez decae más el nivel cultural de nuestro país que, no sólo se ha elegido a Ninel Conde como el símbolo del descuido, la improvisación y la ignorancia, sino que cada mes aparece una nueva vencedora para volverse la encarnación de nuestros fracasos educativos… Hoy es Paty Chapoy el blanco del linchamiento digital mañana, cualquiera de nosotros.

TELEVISA, nuestra principal detentadora y administradora de los símbolos luego del estado mexicano –no olviden que su equipo principal de futbol se llama “Águilas del América”- mañana inicia una producción que se llama, “El encanto del Águila”, la cual arranca con el idealismo porfiriano.

El romance de Carmelita Romero Rubio y don Porfirio Díaz es una versión medio bizarra del ideal amoroso. Recuerdo que a una de mis abuelas, persona abierta de criterios, veía con atención “El vuelo del águila”, pero dejó de sintonizarla porque Porfirio Díaz le cayó gordo al momento que se casó con la sobrina.

Consecuencia de ese romance incestuoso fue uno de los símbolos de Mazatlán: el Mercado Romero Rubio, llamado así en honor al suegro de don Porfirio, hasta que los revolucionarios le pusieron el nombre de Pino Suárez y, de paso, el de Aquiles Serdán a la Avenida Porfirio Díaz, antes “Calle de los Cocos”.

Somos un país de símbolos: por eso, los símbolos van y vienen con sus vaivenes.

domingo, 30 de octubre de 2011

Silvio y La Escalera




Hay momentos a lo largo de una relación donde los amigos tocan el tema de la muerte. Casi siempre es con motivo de un deceso o un funeral; la mayoría evade el asunto en la conversación común para no remover un recuerdo, simple cortesía o evitarse incomodidades.

Otros lo hacen libremente, a veces en broma, a veces de manera tranquila dentro de una charla profunda. Mi amigo Gustavo Galaviz tenía la cualidad de poder conversar tanto de política, de música o la simple vida real sin cambiar el tono o perder la compostura en ese momento.

A Gustavo Galaviz toda la universidad y la comunidad artística alternativa lo conocían como “Silvio”, ya que era un trovador que dominaba el repertorio de la entonces Nueva Trova Latinoamericana y algunos temas incluso no muy conocidos.

Lo mismo en composiciones de Pablo Milanés o Carlos Mejía Godoy o algunas piezas hechas por anónimos combatientes, como una melodía que hablaba de las guerrillas en Cochabamba u otra que se llamaba “¿Qué es el FAL?”, donde se explicaba, paso a paso, la descripción del Fusil Ametrallador Ligero y como usarlo contra el imperialismo yanqui.

Silvio no solo era un personaje que animaba las peñas: por años fuimos compañeros en el área de la cultura, y si bien su puesto era de asistente del entonces Vicerrector, nos ayudaba voluntariamente en la talacha de organizar eventos… mientras que, cuando la cosas era por varios días, mi jefe superior lo pedía “prestado” para sacar adelante los retos.

Gustavo Galaviz no solo era bueno para mover y lidiar artistas del círculo universitario en el aeropuerto, si no también era alguien con experiencia en la calle y a quien nunca se le atoraba la carreta. Conocía todos los vericuetos y atajos para resolverlos y no le daba vergüenza cargar sillas o empuñar una escoba. Era Licenciado en Ciencias de la Comunicación, ejerció con ánimo el magisterio y quería mucho a su esposa Hilda, a quien le había compuesto varias melodías.

También podía tener una conversación divertida e inteligente con escritores, cineastas y especialmente con sus colegas de la música, sin caer en el protagonismo. Lo mismo con Virulo, Gabino Palomares, Marcial Alejandro o el destacado pianista cubano Gonzalo Romeú, quien dio un concierto en el Teatro Ángela Peralta usando como pista de fondo a la orquesta de su abuelo, en un alarde de tecnología de hace 15 años que Silvio bautizó como “El sistema Sanfarinfas”, ya que era el mismo principio que usaba de ese otro fallecido personaje de la bohemia mazatleca.

Alguna vez hablamos del tema de la muerte, escuchando una melodía de Silvio Rodríguez llamada “La escalera”, en donde el personaje narra que un día, caminando por una calle cualquiera y silbando un trino, se topó con una escalera al lado del camino: una escalera sencilla de rústico enmaderado.

La canción puede ser una apología a lo elemental: un hombre ve una escalera, se sube a ver que hay arriba y luego desciende con el alma contenta.

Pero nosotros creímos ver ahí una metáfora de la muerte: la creencia de que a veces, al llegarnos ese dramático momento, no nos damos cuenta sino hasta después de sucedido, evitándonos la angustia súbita, encontrándonos luego de repente escuchando una repentina canción junto a los amigos que ya se fueron. Uno puede morir atropellado pero no nos damos cuenta: seguimos caminando hasta que nos encontramos a un viejo amigo de la secundaria que murió años atrás y, bromeando, nos hace caer en cuenta de nuestra nueva y, ¿por qué no?, mágica condición

Así quiero imaginar que se fue Silvio: que encontró una escalera en su camino y por ahí se fue, silbando su trino. Esa canción era una clave entre nosotros y su melodía final a veces la invocábamos a la hora de la cerveza, la risa por las experiencias vividas y la hermandad infinita que nunca se termina: la muerte puede terminar con una vida pero jamás con una relación. ¡Hasta siempre, Silvio!


http://www.youtube.com/watch?v=lB5BP-408b4&feature=related

miércoles, 26 de octubre de 2011

ESCRITURA CONFESIONAL



Hay una literatura que nace del dolor: mana de una herida abierta que vuelve tinta y oración todo aquello invisible surgido de ese fuego interno.

La escritura nacida de una búsqueda interior, necesariamente, aterriza en los puntos más débiles o febriles de un alma en pugna.

Aquello que duele, templa y fortalece. Escribir, aunque sea para uno mismo, puede ayudar a ver las cosas con claridad o darlas por concluidas. Si no es así, auxilia a pasar a la siguiente página.

Antes del hallazgo del psicoanálisis o los grupos de ayuda, el ser humano tenía como recursos la evasión, la religión o la escritura. Todavía Jung en el siglo XX proponía que la verdadera terapia era aquella que se acercaba a lo sagrado.

"El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor," dijo Fedor Dostoievski

Quien sabe si Dostoievski, dotado de un psicoanalista y medicamentos apropiados, hubiera podido escribir sus grandes novelas. No recuerdo que escritor francés decía que “la enfermedad es el viaje de los pobres”. La tribulación, por supuesto, no puede ser el entretenimiento más deseado.

Poemas como “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” de Jaime Sabines o “Nocturno a mi madre” de Carlos Pellicer son un grito ahogado ante la muerte, su misterio inexplicable y el dolorido gemir que se vuelve música de palabras.

Hace poco leí un libro llamado “Cenizas de mi padre” del cineasta Claudio Isaac. Narra algunos episodios de la vida de su progenitor e inclusa realiza un viaje a Akron, Ohio, a donde fue su padre como concursante de un certamen internacional de natación.

Un notable escritor reseñó con justicia el libro y al final concluye que pudo haber sido una excelente novela. Bueno, aquí me detengo, ¿tiene que ser novela un libro para qué sea bueno?

¿Por qué en México la literatura confesional se considera un subgénero?
En Francia, nación rigurosamente cartesiana, incluso se han dado best sellers de ese tipo como “L’Amant” de Marguerite Duras, para citar a uno muy conocido.

El rechazo a leer libros “deprimentes” es producto de una negación. Al compartir un dolor, terminamos sintiéndolo y por esos muchos se niegan a ir a la casa del duelo o al libro donde un alma se desgaja en fragmentos. Para dramas ya tengo los míos, suelen decir.

Pero algo nuevo hay en la gente que la impele a verse reflejada en ese espejo de funeraria obsidiana. Qué libros tan duros como “Las cenizas de Ángela” hayan obtenidos imbatibles índices de venta nos habla de la necesidad de un sector de encarar las furias que enfrenta una otredad.

Si usted no desea leer el drama ajeno, pero desea sublimar el suyo, la escritura puede darle sosiego. No tema hacerlo mal: una manera de soltar la pluma es escribir una especie de carta a los hijos o a los padres y así las ideas fluyen más libremente. Y esas palabras no se las lleva el viento.

lunes, 26 de septiembre de 2011

las diosas y las nubes: Noches áticas

las diosas y las nubes: Noches áticas: (foto: Wikipedia) Aulo Gelio, estudiante romano, escribe en latín en las noches de Atenas. Escribe un libro infinito, absurdo, que yo jamás...

domingo, 14 de agosto de 2011

Escuchando a Joaquín Rodrigo: mi primer concierto




A mi siempre me acompañó la música.

La primera vez que escuché algo distinto de don Joaquín Rodrigo, uno de mis compositores favoritos modernos, fue en un concierto del Canal TRM transmitido en vivo allá por 1983: a través de esa pantalla tuve mi encuentro iniciático con su “Fantasía para un Gentilhombre” para guitarra y orquesta.

Digo distinto porque, en esa época, a cada rato veíamos un vulgar comercial de una mueblería del DF que -de seguro sin pagar derechos de autor- usaba el Concierto de Aranjuez de Rodrigo para mostrar sus juegos de sala, cocinas integrales y barras de cantina domésticas.

Desde entonces, he frecuentado la música de un autor que se ha vuelto un soundtrack intermitente de mi existencia y casi he comprado todas sus grabaciones, aunque la primera fue una versión para flauta transversa de la “Fantasía” que grabé en casette, gracias a Luis Homero Lavín, mi primera amistad melómana en Mazatlán y mayor que yo por más de 30 años.

Me reconcilié con el Concierto de Aranjuez cuando, al cumplir 17 años y, con el práctico dinero que prefería en vez de una incómoda celebración, me compré un disco LP con la versión de Alexandre Lagoya donde dicha versión venía escoltada por Fantasía para un Gentilhombre. Esto era en “Ocean Records”.

Era fascinante el tono confidencial de la guitarra, el susurro de los cellos y la orquesta apareciendo en el momento preciso con ecos de pajarerías, trino de feria o chiquillerías de percusiones al ritmo ecuestre del primer movimiento. El tercer movimiento me arrobó por sus picardía sutil y a la fecha sigo sin soportar al segundo, que es el más usado aún por la televisión comercial.

De las pocas personas con las que yo hablaba de música era con mi tío Martín, entonces estudiante de arquitectura en la UNAM, quien en sus vacaciones pasaba sesiones conmigo escuchando mis pocos y preciados discos. Poco después de ese encuentro con Aranjuez, y ya recién graduado mí tío, lo visité dos semanas a finales de 1987 y el último día hizo un gran esfuerzo para llevarme a escuchar a la OFUNAM en la Sala Netzahualcóyotl.

Y digo gran esfuerzo porque nunca olvidaré esa rauda mañana de domingo en la que Insurgentes me pareció un gran freeway gringo, manejando él a gran velocidad e ignorando dos semáforos, luego de haber checado la cartelera en la prensa y descubrir que nos quedaba el tiempo justo para ir al concierto y, luego al final, pasar a dejarme a la central camionera… Había una fila inmensa a la que pacientemente nos agregamos y el ánimo se nos vino al piso cuando el altavoz anunció que dentro de 15 minutos se iba a cerrar la sala.

Esperanzados, vimos que una familia junto a nosotros -aunque en un punto más cercano a la taquilla, dado que la fila tornaba como un caracol-, decidía huir al percatarse de lo inminente del cierre, pero nosotros tomamos el sitio vacante gracias a su compasiva condescendencia y espíritu de esperanza…

Cosa de milagro fue que la fila avanzó más rápido y, contra todo lo esperado, mi tío consiguió los boletos y entramos a la sala al justo cierre de la puerta, sentándonos en el espacio del coro, mientras por el escenario aparecía el guitarrista Alfonso Moreno quien, luego de la ovación, inició mi primera audición en vivo del “Concierto de Aranjuez” de Joaquín Rodrigo.

Más tarde asistiría a varios conciertos en vivo aquí en Mazatlán, incluso una versión del Aranjuez con Heriberto Soberanes, y he conseguido grabaciones de toda la obra de Rodrigo. pero ese primer concierto sigue resonando en cada partícula de mi memoria. Y si a veces me falta humor para asistir al teatro, evoco ese momento cuando ir a un concierto era viajar a otra ciudad y aparte sobrevivir a toda una odisea para llegar a sus primeras notas... Aún no dejo de escucharlo a cada momento.