Apenas subo al vagón y, no sé por qué, me quedo con la impresión de que el Metro hoy tiene más luz que antes. Una voz femenina anuncia el nombre de la estación: “Zócalo”, pronunciado con pretensión de línea aérea y al instante le sigue una música francesa instrumental, además de la voz de Edith Piaf, entonando “La Vie en Rose”…
Avanza el vagón y descubro que no todo es de ese color, a pesar de que viajo en la línea azul, justo por el tramo donde no corre subterránea y nos inunda la luz del agosto capitalino, todavía con el aire despejado de las vacaciones y que tanto impresionó - en su momento - a Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo. La región más transparente.
Ilusión: sucede que los vagones se ven más luminosos porque las puertas intermedias, por lo general cerradas, han sido abiertas desde la emergencia sanitaria a la fecha y por ello el metro luce menos oscuro, menos hacinado, un poco más espacioso.
La música que he escuchado tampoco es ambiental. Sucede que los tradicionales merolicos se han modernizado y hasta educado un poco.
Llevan una mochila con una bocina de alta calidad, conectada a algún ipod desde el que emanan las melodías que escucharemos en el trayecto, las cuales suenan en un volumen aceptable y nos permiten a los pasajeros escuchar un buen pedacito, antes de anunciar los detalles de la venta. “Como una promoción especial, usted se va a llevar este compacto con 27 éxitos de la canción francesa por tan solo diez pesos! ¡Le cuesta, le vale tan sólo dieeeez PEEESOOOS!
Hasta eso que es uno solo por parada, así que en la siguiente subió una señora de cuyo morral emanaba la nostálgica voz de un cantante ingles nacido en Gibraltar, Albert Hammond, y su ancestral one-hit-wonder “Eres toda una mujer”… Ya en Villa de Cortés apareció un joven melenudo con aires de los “Creedences” y, al bajarme en Ermita, un venerable caballero ascendió con los ritmos de Marco Antonio Muñiz.
Los exteriores del metro siguen iguales. Los puestos de fritangas, el oscuro aceite acumulado en los comales, de ese color que según el gourmet Ernesto Trejo le da el verdadero y justo sabor a los tacos de suadero. A los provincianos aún nos cuesta ver a gente tan trajeada y elegante echándose un taco de longaniza y otro de cachete en una esquina llena de moscas. ¿Serán ellos una alegoría viviente de las contradicciones que asume para sobrevivir este país?
Regreso al Centro Histórico y camino por las calles, buscando una clavija para el conector de mi teléfono. Por Francisco I. Madero –la antigua Plateros – abundan negocios de objetos electrónicos importados, pero no consigo la pieza: todos me quieren vender el juego completo por 400 o 600 pesos, a mí que sólo me interesa un adaptador que no debería valer más de 50. Sigo caminando; al cabo es agradable la música de los organillos.
Mi periplo me lleva hasta Reforma y Bucareli. Decido entra a EL UNIVERSAL a saludar al amigo Alejandro Páez, quien por suerte pudo recibirme sin previa cita y me hace un recorrido por la redacción. Le pido permiso para recargar mi teléfono en su computadora y termina regalándome su cargador.
Al salir, me entero que el objeto que busco sólo podría haberlo encontrado en un tianguis de mercancía pirata. Una manifestación de maestros pasa frente a mí, con destino al Zócalo, y pide más apoyo a las universidades y menos a los bachilleratos técnicos que nos pueden convertir en un país de maquiladoras… Seamos diferentes, seamos creativos, seamos pensantes.
Creo que vivimos un espejismo y nuestra modernidad es como los ambulantes del metro: mejores equipos, mejor comportamiento, pero en el fondo la misma pobreza y el mismo modelo económico que nos aturde, asfixia y nos quita los sueños antes de que muchos podamos comenzar a tenerlos.
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