martes, 18 de agosto de 2009

Woodstock 40

Woodstock ha cumplido cuarenta años. La terapia colectiva, el concierto egregio celebrado en una granja del estado de Nueva York, ha llegado a la cifra mística que oriente dio a nuestro imaginario colectivo a través del cristianismo y las Mil y Una Noches. Cuarenta días y cuarenta noches; cuarenta ladrones; cuarenta días en el desierto; cuarenta jornadas de la cuaresma…

No es idea de este texto equiparar aquel reventón catártico con las experiencias religiosas, aunque para algunos su asistencia fue como asumir un credo. En la antigüedad, el número 40 representaba una inmensidad remota y sagrada. Hoy decimos “un millar” o “casi un millón” sin razonar que estas cantidades, a escala planetaria, no son tan grandes.


Es lejos y a la vez cerca. Aquellos que tenían 20 años en el momento de Woodstock hoy ya gozan de la edad reglamentaria para acceder al INSEN. En cambio, los que vivieron la posterior réplica jipiteca de Avándaro, todavía siguen siendo adultos menores.


En el concierto de Woodstock, Jimmy Hendrix, pocos años después fallecido de una sobredosis, interpretó el himno gringo a ritmo de Rock & Roll, como una manera de decir que, si bien la mayoría de los presentes estaban contra la guerra Vietnam, no por eso iban a dejar de ser estadounidenses.

Aunque fue un fenómeno esencialmente gringo, las bases de una cultura más agresiva y contestataria parecen haberse reafirmado ahí, luego de las diversas trepidaciones de los 60s, ya fuesen la muerte de Martin Luther King, el ataque a Bahía de Cochinos, el mayo del 68 en Paris o el 2 de octubre en Tlatelolco.

La brecha general quedó abierta. Aquí en México, Díaz Ordaz dio la orden fulminante desde la Presidencia; pero pocos meses después, su hijo Alberto se reventaría en Avándaro con buena parte de la junioriza política del mexican stablishment.

Siempre corrió la leyenda de que Jim Morrison, por esas fechas, había tocado en una orgía desenfrenada en Los Pinos, hecha en ausencia de don Gustavo y cancelada por el Estado Mayor. Manuel Avila Camacho, sobrino del ex presidente y también superjunior, confesó que en realidad Morrison había aceptado tocar en el Hoyo Fonqui de un amigo de ellos y, regocijados por tener al fin al profeta en su tierra, se fueron festejar a la casa de Alberto con esos trágicos resultados.
Por culpa de ese grave error de cálculo, se canceló la tocada y fueron cerrados varios antros de la Ciudad de México. Afortunadamente, aquí en Mazatlán dejaron vivo al Mauna Loa.

Woodstock hasta cierto punto quedó legitimado cuando el filme sobre dicho concierto ganó el Oscar a Mejor Documental en 1970. Aportó la modalidad de tres planos distintos en pantalla, algo que fue copiado por la biografía de “Selena” de Gregory Nava, provocando un alto desgarramiento de vestiduras entre rockeros de la vieja guardia y algunos cinéfilos.
Aquí en México no sólo nos deben un documental digno sobre Avándaro, sino también una muestra literaria. Varios escritores de calidad fueron testigos de esta eclosión entre rebeldía, juventud sitiada y los paraísos artificiales de la droga. Esto fue el 11 de septiembre de 1971.

La nueva versión de Woodstock fue impactante pero no tanto. Quedan las imágenes de los jovenzuelos saltando en el lodo formado por la lluvia, las colas al baño y el helicóptero a punto de ser derribado por los fanáticos. ¿Nacimiento o fin de una era? No lo sabemos: la cuerda de aquellas guitarras aún sigue retumbando por el aire.

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