Manos del escriba egipcio del Museo del Louvre
En diciembre pasado, tuve que cambiar de teléfono celular. Traté de conservar el número anterior, pero no me fue posible, así que procedí a enviarles correos y mensajes de texto a las personas con las que convivo y laboro a diario para enterarles de la contingencia.
Ya estamos en agosto y no pocos me siguen llamando al número anterior. Mantengo el teléfono viejo encendido y con crédito mínimo porque me he resignado a que sigan marcándome ahí, donde dejé una grabación recordando el nuevo dígito… No hay remedio con la sociedad del siglo XXI,
Esto incluye tanto a personas que frecuento a la semana como amigos distantes que me llaman muy a lo largo, tanto de aquí como de otras ciudades. Pero son más de doce personas - cultas todas y con sentido común-, las que insisten en localizarme en el número anterior, lo cual se vuelve en un inconveniente para ellos y para mí, especialmente en caso de emergencias. Aparte se enojan porque según ellos nunca les contesto.
Ya les he dicho que lo borren y me dicen que lo van a hacer, pero que se les olvida o que todavía no le entienden al teléfono que usan ahora. El olvido se vuelve más grave porque por lo general el dato se registra como “llamada recibida” o "número marcado" y solo es cuestión de “guardar número” o “editar contacto”.
Pasan unos días y me llaman de vuelta al otro artefacto, el cual mantengo en un buró en constante mutismo para que deje dormir. Si llego de la calle y veo que parpadea un foco rojo es porque otro despistado ha recurrido al número que dejé de usar en diciembre y ahora tengo la obligación de devolverle la llamada para que no se me ofenda.
No me molesta esa insistencia. Fui feliz muchos años sin teléfono. Me preocupa la tremenda fuga de neuronas que enfrentamos desde que no tenemos la obligación de memorizar cifras y asociarlas con una persona en particular.
¿Porque los celulares han embotado la memoria de muchos? La explicación la encontré en una página de leyendas del antiguo Egipto, citada por Platón en el Fedro. En ella, el dios Toth, equivalente egipcio a Prometeo, dialoga con el supremo Amón-Ra sobre el gran invento que ha dado a los hombres: la escritura.
A pesar de que la teología egipcia depende mucho de “El libro de los muertos” – la religión de los faraones fue la primera que tuvo su “manual sagrado” y algunos se atreven a decir que de ahí provienen los cultos modernos – Amón-Ra no se muestra muy contento con ese invento y pronostica que los hombres se volverán menos inteligentes con la capacidad de leer y escribir. Inclusive anticipa a las computadoras y a esos sabihondos que nos hacen creer que la acumulación de conocimientos es la sabiduría. He aquí la cita textual:
“Tu hallazgo fomentará la desidia en el ánimo de los que estudian, porque no usarán de su memoria, sino que se confiarán por entero a la apariencia externa de los caracteres escritos y se olvidarán de sí mismos. Lo que tú has descubierto no es una ayuda para la memoria, sino para la rememorización, y lo que das a tus discípulos no es la verdad, sino un reflejo de ella. Serán oyentes de muchas cosas y no habrán aprehendido nada; parecerán omniscientes, y por lo común ignorarán todo; será la suya una compañía tediosa por qué revestirán la apariencia de hombres sabios sin serlo realmente”.
¿Habrá sido por eso que los egipcios, un pueblo civilizado con una gran cultura de la imagen como la nuestra e impulsor de centros educativos, no socializó la enseñanza de la escritura y volvió a los escribas una clase especial, criticada incluso por Jesucristo en su momento? El dios Amón, en su gran barca solar, seguramente no contestará a su celular para darnos la respuesta.
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