domingo, 20 de diciembre de 2009

Navidades...





Hoy, 21 de diciembre, es el día más corto del año y también el de la noche más larga.

Técnicamente, a escala planetaria y cósmica, el año nuevo empezaría hoy, momento en que la esfera realiza un celeste paso de vals y, literalmente y sin darse cuenta, el mundo se mueve.

Algunos teóricos afirman que el año debería iniciar otro día 21, pero en el mes de marzo, para que el ciclo anual marche acorde al paso de las estaciones. Otros miden el tiempo por carnavales y algunos niños a través de las navidades.

Con la navidad, a mi me toco conocer los pasos de las globalizaciones.
La primera navidad que recuerdo fue la de 1975. Recibí un robot mecánico al que se le abría el pecho, saliéndolo unos cañones de foquito rojo, y que luego daba vueltas de manera desorbitada, para luego seguir su torpe andar... En el verano de 2003 entré a una tienda de antigüedades de Canadá y me encontré uno valuado en un dineral, mucho más de lo que llevaba para mi estancia de dos meses.

Fue tan sorprendente el hecho que ni siquiera caí en cuenta de que los juguetes de mi infancia ya eran material de coleccionista. Alguien me consoló informándome que ese robot salió al mercado desde 1955 y por tres décadas no pasó de moda.
Ese robot fue la primera evidencia de que Japón había perdido la guerra, pero que iba vengarse invadiendo el mundo con juguetes de baterías. El Tío Gamboín fue su más eficaz propagandista.

En 1980, estaba de moda una serie bélica llamada “Los tigres voladores”. Las aventuras de una escuadrilla de combate acantonada en el Pacifico Sur durante la Segunda Guerra Mundial era la temática. A me amanecieron dos Zero japoneses para armar, ya que los Corsarios, usados ferozmente por los protagonistas, ya habían desaparecido del mercado local por la euforia consumista.

Mis aviones venían con una ficha técnica muy amplia, incluyendo las especificaciones de los motores, los cuales eran marca Mitsubishi. La sorpresa fue más grande cuando esa misma navidad, camino a Copala para visitar a la familia, vi en la carretera una sonriente familia estadounidense, arriba de un jeep de la misma marca que el avión, destacada con unas letrotas inmensas al frente. ¿Qué no eran enemigos? Bueno, los tiempos cambiaban.

Otra navidad me regalaron un balón de futbol americano. Lo usamos ese día en la mañana y jamás lo volví a tocar. Era un juego que requería la presencia de equipo especial, respeto a complicadas reglas, así como amigos fresas, tres cosas inadmisibles en mi mundo. Además era un deporte odioso: los domingos el canal 5 cancelaba las caricaturas y nos endilgaban largas trasmisiones. No quise saber más de ese bizarro pasatiempo hasta que vi “Jerry Maguire”.

Muchas niñas aprendieron las crueldades de la globalización al comparar sus muñecas Barbie. A pesar de su uniformidad genérica, dichas muñecas estilizadas venían en dos versiones fácilmente reconocibles: la de piernas flexibles y las de plástico rígido, de un plástico muy similar al de los Chapulines Colorados que vendían en “Las Baratas”.

La escritora angelina Sandra Cisneros tiene un hermoso y triste relato sobre eso, donde narra el incendio de un almacén de juguetes y las niñas del barrio terminan con Barbies originales, un poquito chamuscadas, pero con piernas flexibles. El cuento se llama “Barbie Coa”.

Lo bueno es que a los verdaderos niños no les importa la procedencia de los verdaderos regalos. Son para jugar y ya, que importa de donde vengan. La infancia dura un solo día y además puede volver la vida más larga.

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