Cementerio musulmán, en el Sahara Occidental
Viene el día de los fieles difuntos. La cascada de discusiones sobre la pertinencia de las ofrendas sobre la transculturización del Halloween. El aumento del precio de las flores. El pan de muerto con cafecito y los adornos de bizarro gusto en espacios comerciales.
Viene también la reflexión. La evocación que se vuelve invocativa. El flagelo y la herida que se abren o que se miran con melancolía, resignación o duda.
Existen personas tan dolidas que, al margen de esta fecha, pasan tardes enteras frente a las tumbas, realizan trabajos manuales a la vera del sepulcro o celebran cumpleaños con pastel, globos y canciones.
Los tanatólogos modernos – esas personas capacitadas para ayudar a las personas que han perdido o están por perder a un ser querido – recomiendan no ir demasiadas veces al cementerio. No solo es terrible para quien padece la pérdida, si no también para los familiares cercanos, preocupados por la salud del deudo. La depresión es cuestión seria.
Aún así, la tradición del Día de Muertos vivirá enraizada con profundidad en nuestra cultura. Es no solo un consuelo; también una forma de testificar simbólicamente que aún recordamos a quienes se fueron.
La Biblia aconseja derramar lágrimas y hacer el velorio como corresponde y consolarse desde el momento que el muerto reposa. “Porque la tristeza lleva a la muerte y la pena interior consume las energías. No abandones tu corazón a la tristeza y piensa en tu propio fin”. (Sirácide, 38:18,19)
No podemos decir que para el ateo o el incrédulo (las palabras no son sinónimos) el camino sea más duro. Algunos descreídos asumen las perdidas con la misma capacidad cerebral de quien analiza un grupo de átomos que dejan sus funciones orgánicas y vuelven a ser materia inanimada. Otros se entregan a un doloroso laberinto donde la ciencia o el conocimiento no aportan gran luz de consuelo.
Hace tiempo conocí un cementerio en un país islámico. Me sorprendió descubrir que las tumbas solo eran una piedra no muy grande, ruda y sin nombre, colocada sobre el sitio de la sepultura. Los sepulcros de las mujeres llevaban dos piedras y esa era es su única deferencia.
La muerte de mi padre había acontecido meses atrás. Era extraño caminar entre esas tumbas, bajo el sol intenso, con las mismas botas que él usara en vida para trabajos sencillos o hacer excursiones: hasta sus últimos momentos había sido un hombre fuerte y activo. Esas mismas botas las había llevado yo antes a un viaje a las montañas de Canadá y conocieron la nieve.
No cabrían aquí mis reflexiones. Sólo diré que algo parecían transmitirme esos fragmentos de cantera rota, perdidos en la tierra abrasadora del Sahara. ¿Éramos los humanos, en la vida y en la muerte, tan sólo una astilla aislada entre la invisible música del cosmos, así como la huella de mis pasos perdidos en ese cementerio?... ¿De nada sirven las honras funerarias y los triunfos materiales de la vida, si las cosas van a ser barridas por el gran final, tal como se nos ha prevenido en el libro del Eclesiastés? Esa costumbre musulmana de no hacer grandes sepulturas ¿es una manera de aceptar y, al mismo tiempo, negar el poderío de la muerte?
En lo personal, me ha convencido la creencia de que los muertos se llevan con uno. Creer que están confinados a aguardar bajo veinte pies de tierra me parece una contradicción propia de la Edad Media. Ahí no hay nadie. En esto creo.
No niego el participar en la celebración de esta fecha: el Día de Muertos es un día al año, mientras que el resto del tiempo es para los vivos. Aunque cada quien sabe como lleva su vida, su fe y su muerte. Y claro que acompaño a mi madre y mis hermanas en las fechas significativas.
Pero yo también tuve mi visión y ahora la comparto. Cómo dijo Jaime Sabines, el camino de la muerte es largo, difícil y terriblemente personal. Y antes, recordemos la imprecación desafiante de San Pablo ante el triunfo de la fe: Muerte, ¿dónde está tu lanza?, ¿dónde está tu victoria?
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