¿Si tenemos una pesadilla y al amanecer nos encontramos con un libro de Poe en la mano, será esto la prueba concluyente de que todo lo alucinado ha sido auténtico?
Invocar a Edgar Allan Poe es como hablar de John Lennon, Pablo Neruda o García Márquez. Cada quien le ha cedido un espacio de su vida y lo considera propio, intocable y único. En el caso de Poe, hemos dado sitio en nuestros insomnios a cada una de las fantasías que sostuvieron la pesadilla de su existencia. Quizás su literatura sea una especie de I Ching de las obsesiones y temores de la humanidad: abramos al azar sus obras completas y veremos que no hay aspecto oscuro de su tiempo el cual no haya acometido con prosa fantasmal, mirada clarividente y flamígeras metáforas. La suerte virgiliana de abrir una página de Allan Poe es la mejor manera de dar una caminata segura por el infierno.
Al viejo Edgar le cubre una telaraña de leyendas: las únicas que podemos comprobar son las de su alcoholismo y su pobreza. En su momento, se le quiso encumbrar como un visionario y temprano profeta de las drogas, pero parece ser que esos paraísos artificiales no fueron parte de sus hábitos. La realidad, deformada por el kaleidoscopio vidrioso del whiskey, fue su más influyente musa y fiel consejera.
Sus padres eran gente de teatro y le llamaron Edgar en honor a un personaje de Shakespeare. Como Cervantes, sirvió como soldado (cursó estudios en la Academia de West Point). Como muchos hombres de su tiempo, se casó con una mujer más joven que él (Virginia Clemm tenía 13 años contra los 26 suyos). Enviudó a los dos años de su matrimonio y vivió asolado por los demonios de la realidad. Hay un periodo en blanco de su vida que ciertos biógrafos sostienen que corresponde a un viaje por el Viejo Mundo; otros, más objetivos y maliciosos, sospechan que ese tiempo en realidad lo pasó totalmente briago entre las ciudades de Filadelfia, Nueva York y Baltimore.
Escritor para las masas y escritor para los escritores, extraña definición para un artífice que dejó huella profunda en autores de su mismo calibre: Borges, Baudelaire, Thomas Mann o Julio Cortázar no se explican sin la existencia previa del caminante de Baltimore. Vladimir Nabokov reconoció que el germen de “Lolita” surgió de la prosa de Berenice y sus arcangélicos serafines. La asociación Mystery Writer of America entrega los Premio Edgar cada año a los mejores escritos de misterio. Por su parte, “El cuervo” es un poema tan clásico que hasta los Simpsons lo homenajearon íntegro en un especial de Halloween.
La tragedia humana de Allan Poe refulge por contraste ante la literatura que a su momento se implementaba en Estados Unidos. Una prosa nacida bajo los plácidos olmos de Nueva Inglaterra, al calor de la estufa de Benjamin Franklin, que cobró vida como si un guerrero sioux se materializara en la vidriera de los abuelos. No en balde los primeros críticos dividían a aquellos escritores como los “Caras pálidas” (Henry James) y los “Pieles rojas” (Walt Withman). Poe no admite encasillamientos raciales, pero su tragedia no es una simple letra escarlata sobre el pecho, ni tampoco su metáfora del mal es una remota ballena blanca. Su mundo clava una lanza druida contra los bosques de Thoreau y los manantiales de Longfellow. El mal en Poe es vivo como el altar donde Norteamérica sublimó a las brujas de Salem. De esas brasas saldrían demonios tan definitorios como Faulkner, balbuceantes como Bukowski, gélidos a la manera de Stephen King o las chispas fugitivas de Anne Rice.
Así como los novelistas rusos cimbraron con su realismo el género de la novela –entonces patrimonio victoriano y del folletín francés – Poe insufló la certeza del mal a la precisa relojería del cuento. La gente real irrumpió con sus hedores y deformidades, mostrando sus gangrenas en público. Los estudiosos afirman que el concepto de atmósfera narrativa surge a partir de la suma de sus trabajos. Y en ellos, su genio se dispersó y cobró vida como herméticos conjuros.
Nos legó innovaciones tales como la narración de horror genuino, la historia similar a una pintura (“La cabaña de Landor”); la estratagema del doble (“William Wilson”); el recurso de la criptografía (“El escarabajo de oro”); la evidencia invisible de tan inmediata (“La carta robada”) y el ensayo cosmológico (“Eureka”). Hasta concibió una variante única: el cuento que es puro desenlace, sin principio ni desarrollo, tal como transcurre “El barril de Amontillado” en un húmedo sótano de Venecia. Julio Cortazar agrupa sus textos en cuentos de terror, sobrenaturales, metafísicos, analíticos, de anticipación y retrospección, de paisaje, grotescos y satíricos
No sabemos cuando se hizo el primer poema épico o la primer obra teatral, pero en cambio si sabemos la fecha exacta del surgimiento de la novela policial. (Borges acotaba que hasta es posible hacerle una carta astrológica: Los crímenes de la calle Morgue fue publicada en el mes de abril de 1841).
Poe es el cuentista que mas ha influido en la novela moderna. Mientras las obras de no pocos de sus contemporáneos se nos alejan cada vez más, su prosa descarnada golpea consistente, a pesar de sus molduras parnasianas e inciensos simbolistas. Hay algo más allá de las innovaciones técnicas y el compromiso con el texto: la inteligencia razonada que asombró a Paul Valéry, además del sentido artístico como una prolongación de la magia personal. “Ligeia” sugiere una alegoría de la búsqueda del ideal, la “memoria del sueño” de la filosofía platónica. Y en “La caída de la Casa de Usher”, la belleza perdida resucita con la lectura de un remoto poema efectuada por el narrador. El arte aquí se alimenta con el oráculo de antiguas obras de arte como único recurso para vencer a la muerte.
La muerte de Edgar Allan Poe – a los 40 años de edad, el 7 de octubre de 1849 -se volvió el perfecto lugar común para desdeñar al artista bohemio en ciernes, repugnante palabra que usa la gente pacata para definir al escritor incomprendido y también al incomprensible. Subsiste el misterio sobre porque fue encontrado vistiendo ropas que no eran suyas. Una teoría habla de que quizás lo victimaron “agentes electorales”, quienes embriagaban a incautos en época de elecciones para hacerlos votar varias veces por un mismo candidato. Los hijos de una viuda con la cual estaba a punto de casarse no escapan de la sospecha.
Desde 1949, un anónimo personaje ha dejado sobre la tumba de Edgar Allan Poe tres rosas frescas y una botella de coñac todos los 19 de enero, día de su cumpleaños. (Stéphane Mallarme en su momento le escribió un epitafio simbolista). En un país diseñado para las eternidades de cinco minutos, el tipo se volvió un personaje misterioso y los medios tratan de averiguar porque cumple año con año ese ritual. Él se escabulle y no contesta la menor pregunta. A muy pocos se les ha ocurrido pensar que, sencillamente, ha asumido la obligación de hacerlo a nombre de quienes aún nos maravillamos con el fuego de su prosa y el destello de su magia.
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