ÍCONOS, VENTANAS, FANTASMAS
Desde hace unos lustros, la palabra ventanas define en inglés a un programa de computación tan doméstico hoy como las ventanas mismas. Nosotros le decimos windows. En España, reacios a esa influencia, algunos le siguen llamando por su nombre castellano a pesar de su demora al pronunciarse.
Al surgir la computación - y su hija desquiciada, la internet – muchos profanos le vimos como cosa de brujería. Un invento irreal.
En una carta escrita a su novia a principios del siglo XX, Franz Kafka divide a los inventos humanos en dos ramales: máquinas de traslación y máquinas fantasmales. Las primeras, por supuesto, son vehículos como el automóvil, el avión, o el tranvía en su caso, si queremos darle a la cita un toque de época.
Las máquinas que producen fantasmas serían la fotografía, el cine y el telégrafo: en contra de sus propósitos iniciales, según Kafka, éstas enrarecen la comunicación y la difuminan porque producen falsas extensiones de lo real y terminamos confundiendo el mensaje con el medio, tal como asumió en los setentas Marshall McLuhan.
De esta manera, el mundo moderno es un torbellino de fantasmas que se tropieza con humanos en movimiento, a pesar de que nos mantengamos fijos ante una pantalla. La internet y la tele, por supuesto, cabrían en el campo de las aparatos que producen falsas réplicas de lo otro y nos hacen mirar la realidad por un espejo nítido, aunque empañado en el fondo si pudiésemos apreciar la imagen verdadera. Apariciones, pues.
Entre lo animal y la máquina, lo humano es una ráfaga que se pierde. Una cifra o un insecto, como los más perfectos personajes de Kafka.
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En el mundo antiguo, ajeno la imprenta y la ciencia, donde los hombres éramos pastores asustados interrogando a las estrellas de la bóveda celeste, era más fácil buscar o sentir la presencia de lo divino. El pensamiento humano flotaba como una chispa perdida entre la inmensidad del cosmos y lo único certero eran la muerte y la furia de la naturaleza. Palabra y música eran nuestros únicos vehículos.
Santo Tomás decía que el brillo de una persona dependía de la cercanía que estuviera de Dios: a menor distancia, mayor era su reflejo en nuestra alma y rostro. Una luz sin más intermediario que la fe… En otra página hasta comparó al Espíritu Santo con un destello atravesando el vientre puro de María; un cristal cruzado por la luz que no se rompe.
A quienes vivimos hoy la poderosa cultura de la imagen, nos resulta muy difícil meternos en la mente de los primeros creyentes y los primeros científicos. El azoro ante lo desconocido no encontraba rostro. De ahí la necesidad de representación de las figuras divinas o la oscura notación alquimista. Sin intención de adorarlas, sino emplearlas como ventanas para visualizar y pre-sentir la efigie del gran secreto.
Los rusos inventaron en la Edad Media una palabra que hace treinta años no era tan recurrida: íconos, palabra que parece sacada de los sótanos del Kremlin y que define a esas pinturas religiosas hechas al temple con una técnica que, gracias a la yema de huevo, hace ver los cuadros como refulgentes vitrales en el interior de una catedral. Lo sagrado plasmado en una ventana que en realidad es un cuadro. O una pantalla encendida transportable para hablar con Dios, si queremos términos modernos.
En fin, hoy en día encontramos en la computadora íconos y ventanas para ver la realidad y también confundirla con irrealidades o apariciones.
Hacemos clic y minimizamos los asuntos. Pero a pesar de tantas distracciones, todavía algunos pueden ver la luz sin temor a que su ilusión se vuelva un fantasma en el vaho del espejo.
Abrimos la ventana por la mañana y en el fulgor del sol resplandecen la claridad y la certidumbre. Y sin necesidad de energía eléctrica. Sólo el aliento solar. Por la noche están las estrellas, el relámpago y también la luna, el único ícono permitido a los musulmanes. Y también nuestro espejo, según Borges.
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