miércoles, 10 de junio de 2009

Whitman: Hojas de yedra para el hombre común


Publicado en DIA SIETE


Walt Whitman no sólo fue el inaugural cantor de una América cuyo verso retumbó por primera vez en todo el orbe: también fue el primero a quien el propio continente escuchó con atención. En un tiempo que la visión del Nuevo Mundo equivalía a un desordenado conjunto amorfo, él demostró que la poesía podía darse aquí, fantasmagórico entorno que ante los europeos se alzaba en barbarie de tribus emplumadas contra ejércitos de opereta. Y no sólo escucharon la voz de Whitman si no que también aprendieron bastante de su diapasón verbal, un verso esgrimido magistralmente contra el yunque forjador de una conciencia continental.

América entonces era una identidad difuminada en países jóvenes, plagados de enfrentamientos internos y desencuentros fronterizos, diametralmente debatidos entre el sueño trunco de Bolívar, la Doctrina Monroe y el carruaje en fuga de Benito Juárez... Liberales y conservadores se enfrentan en México mientras al norte del río Bravo una guerra civil de puntos cardinales incendia pastizales y campos de algodón. En esa hoguera, un enfermero voluntario trató de curar las heridas de una nación con los poderes invisibles de la poesía, publicando sus libros en modestas ediciones de autor y celebrando al hombre común, aquel que vivía preso en lo cotidiano de un mundo joven, sin obras maestras ante si o catedrales góticas a cada plaza. Me celebro y me canto a mi mismo, anuncia claramente al inició de su pregón en Hojas de hierba. Cantarle a la individualidad era cantarle a todos los hombres, gracias a la nueva fraternidad - todavía imperfecta- de la democracia, un valor inalcanzable aún en la Europa monárquica y arrogante.


Una vida americana

Como el futuro Hemingway, como John Dos Passos, Whitman sirvió en el área de sanidad mientras su país se debatía en una guerra, en su caso intestina. Uno de sus versos menciona el horrible sonido de los miembros amputados al caer en la cubeta: seguramente, en esa época anterior a los antibióticos y donde los médicos debían tomar decisiones rápidas, Whitman auxilió a soldados fulminados por la sierra del cirujano sin mayor anestesia que la plegaria y un sorbo de whiskey.

Su biografía es muy similar a la de los seres comunes a los que él canta. No hay sucesos extraordinarios ni grandes viajes que revelen experiencias más allá de lo cotidiano. Allan Poe, sin salir de Nueva Inglaterra y con una vida más breve, pasó por más vivencias que las recomendables para cualquier ser humano; mientras que Mark Twain recorrió vastas regiones de su país y el extranjero, transitando entre el periodismo, la literatura y una peculiar celebridad en vida. Whitman no conoció muchos de los sitios que enumera en sus versos, mencionados con la misma prodigalidad de Adán al nombrar las cosas en el día de la creación. Lo único pintoresco de su anecdotario es que de joven solía declamar versos de Homero y Shakespeare ante el oleaje y las gaviotas de Coney Island. Su vejez fue tranquila, tal como su barba patriarcal parece insinuar; aunque vivió solitario y padeció de parálisis en sus últimos años.

La sinfonía del Nuevo Mundo de Walt Whitman es más bien un viaje compuesto, alrededor de la alcoba, que una travesía de Jack London, David Crocket o el propio William F. Cody. Los ríos salvajes que invoca, las luminosas mañanas ante legiones de bisontes o las escenas de guerra en Texas que describe son en buena parte producto de su imaginación. Las muchedumbres que tanto amaba pueblan sus versos de tal modo que parecen anticiparse a las técnicas del collage y la velocidad del zapping televisivo. Habrá que averiguar hoy si la variedad de las imágenes de un poema de Whitman tienen un equivalente con cualquier segmento de la programación de MTV. ¿Existe algo más estadounidense que eso?

En un país donde los escritores se forman desempeñando oficios manuales antes de encontrar su vocación definitiva, él no representa la excepción. Fue ayudante de un abogado, aprendiz de tipógrafo, albañil, carpintero, periodista y oficinista en más de una ocasión. Podría pensarse que su experiencia de enfermero en la guerra civil es lo más fuera de lo común que experimentó, pero no es así. Quizás para nosotros los mexicanos la guerra sea una abstracción de las noticias, aunque no para los nacidos en Estados Unidos: desde hace más de un siglo, ellos no han dejado de tener un contacto intermitente y generacional con los horrores de la lucha armada. Ahí Whitman se vuelve contemporáneo lo mismo de las madres que perdieron un hijo en la Guerra Hispanoamericana –acontecida seis años después de su muerte-, que de los abuelos de hoy que, gracias a Obama, pueden observar el ataúd de un nieto caído en Irak a la hora de las noticias.


El profeta trascendental


No era fácil entonar una fanfarria para el hombre común en el mismo siglo de las Vidas Ejemplares de Carlyle. Apenas Marx y demás economistas iban a precisar que la historia no la hacían Cleopatra, Napoleón y Abraham Lincoln, sino el modo de producción y la manera de distribuir la riqueza entre los hombres. En Whitman aparecen los esclavos junto con el coro de voces que forman aquella Norteamérica anglosajona, veteada de tribus agonizantes, hombres encadenados descendiendo de las fragatas. Es así como lo afroamericanos aparecen como melodía constante a lo largo del oleaje de sus versos: trabajando en campos de caña mientras el capataz vigila en su montura; huyendo de cazarecompensas por las planicies del norte, o en la estampa de la esclava que presencia la subasta de su cuerpo ante hombres que no faltaron ningún domingo a su templo.

Ese tono elegíaco, entre bíblico y confidencial, es heredero directo de la tradición anglosajona y protestante de leer la Biblia en voz alta a mitad del foro. A pesar de que España fue el país católico erigido en campeón de la Contra Reforma, su literatura no se fundó en su traducción del libro sagrado, cosa que sí aconteció en Inglaterra con la versión King James y en Alemania con la realizada piadosamente por Lutero. (Hay filólogos afirman que la historia de nuestra lengua sería otra si hubiésemos elegido como libro canónico la versión Reyna-Valera o las pulcras obras de Quevedo, en vez de la rustica novela de Miguel de Cervantes). La aparición del profeta Withman fue algo casi natural en una nación donde aun se juran la Presidencia y los testimonios legales sobre una Biblia. Por ese tiempo, Lincoln dijo una frase que George Bush padre resucitó durante la Tormenta del Desierto: la Casa Blanca es un buen sitio para rezar.

Acostumbrados a ver la Biblia como un todo, nos cuesta encontrar los diversos registros en la obra de Withman y nos vamos con la finta de que todo el verso libre extendido es característica del Viejo Testamento. En Whitman afloran tanto las enumeraciones bucólicas que Job utiliza para ilustrar la teoría del sufrimiento como la ironía del Eclesiastés. Los cantos de Isaías a Israel, una nación cuya identidad era amenazada por invasiones militares y las religiones exóticas de sus vecinos, inspiraron el tono mántrico de Hojas de hierba. La América conservadora, devota de las reglas y la continencia, fue la tierra prometida donde pudo aparecer nuestro barbudo predicador cuyas religiones fueron la poesía, el hombre común y la democracia. Whitman, a pesar de su afán totalizador, no nos dejó una Biblia donde el Missisipi sea un nuevo río Jordán, pero su verso bien puede ser un sincero Sermón de la Montaña pronunciado en las Rocallosas.

El pecado original

García Lorca le escribe en las páginas de Poeta en Nueva York un canto con una corriente de homosexualidad subvertida y declarada. Ahí, el andaluz profesional traslada su drama a orillas del Hudson y enumera una serie de calificativos que entonces eran más políticamente incorrectos (“sarasas de Cádiz, Jotos de México, pájaros de La Habana”) como una letanía para exorcizar demonios personales. A pesar de muchas reivindicaciones de Whitman e intentos para erigirlo como primer poeta del amor sexual de los hombres entre los hombres, algunos críticos sostienen que su vida y su poesía solo tuvieron una asexualidad por lo mismo sospechosa. ¿Importa eso hoy en día? Harold Bloom sostiene que son más claros los signos del onanismo que de una homosexualidad discrecional. De paso, añadiremos que para Bloom, Neruda es sólo un pastiche de Whitman, mientras que Pascale Casanova afirma que fue el primero en vendernos la idea de la “historia del porvernir”: vivir en un país donde no hay pasado es estar a la vanguardia del futuro.

Quizás Whitman entonó su canto democrático porque deseaba que esa nación fragmentada en decenas de religiones, tonalidades de la piel y el conflicto sangriento entre un norte industrial y un sur esclavista se volviese al fin una sola entidad, donde un hombre podría ser igual a otro hombre y, al cantarse a la individualidad, se cantase a la masa y a uno mismo en un solo verso. “Muero con el moribundo y nazco con el niño que recogen en pañales”, sostiene democráticamente.


La respuesta iberoamericana, la voz del mundo

No fue inmediata la difusión y el encuentro de la obra de Whitman con sus lectores y acólitos. Su primera edición fue en 1855, siendo la definitiva hasta 1892, mismo año de su muerte. Pero cuando sus hojas de hierba se extendieron lo suficiente, su poder mágico encendió la imaginación de quienes creían que sólo el ajenjo montparnasiano y las flores del mal eran los únicos atajos para la inspiración lírica.
Su equivalente latinoamericano, Rubén Darío, lo saludó en vida con un soneto donde lo retrata como profeta digno del manto. Darío, un nicaragüense que publicó sus dos libros más importantes en cada extremo del continente -Azul en Valparaíso (1888) y Prosas Profanas en Buenos Aires (1896)- fue uno de sus más entusiastas difusores, a pesar de que el también miraba rumbo a la escuela francesa. En un mundo sin Internet, ferias del libro y tirajes modesto, la obra de ambos se propagó a velocidad sorpresiva.

Otro de sus primeros lectores fue José Martí, quien publicó en México “El poeta Walt Whitman”, fechado el 19 de abril de 1887 en el periódico El Partido Liberal. Para el autor de Versos sencillos, el lenguaje de Whitman, expresado en “versículos, sin música aparente” a veces asemeja “el frente colgado de reses de una carnicería; otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la suave tristeza del mundo a la hora en que el humo se pierde en las nubes; suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el chasquido del cuero reseco que revienta al Sol”. Aún a la fecha se le reconoce a Whitman su poder ecuménico y se le crítica el forzamiento de algunos imágenes.

Jamás imaginaron Whitman y Martí que sus naciones no solo se enfrentarían en 1898 en una guerra rápida pero sangrienta, si no que personificarían uno de los conflictos más duraderos del Siglo XX: un siglo que comenzó con el hundimiento del Maine en Cuba y no concluye con los sucesos del 11 de septiembre, si no con las terribles escenas de Guantánamo.
Voces como las de Neruda, Ledo Ivo, León Felipe o Saint-John Perse no pueden explicarse sin la ventana de imaginación que Whitman le abrió la poesía. El propio Borges – y no escasos grandes poetas que luego seguirían otro derrotero – revela en sus primeros poemas la impronta constante del sabio de Camden. Y hemos mencionado a solo poetas de esencia latina, donde destacan los Nobel de Neruda y Perse. Hasta hubo duelos entre sus discípulos: León Felipe fue acusado por Borges de falsear sus traducciones de Whitman y darle un tono “a lo Núñez de Arce”, además de añadirle onomatopeyas, (lo cual es cierto, donde el norteamericano escribe “cada hombre golpea en su lugar”, L.F. le hace decir “Y todos dan en su sitio: pin, pan, pin, pan, pin, pan…”) Felipe respondió que él era tribunalicio y teatral como Whitman y que todo lo del mundo era suyo y valedero para entrar en un poema, hasta Núñez de Arce. Whitman quizás hubiera sonreído ante esa democracia panteísta aunque, a lo mejor, también habría ceñido un poco el entrecejo.

Tal vez por esa vocación de apertura, León Felipe se arrojó en su poesía y Joan Manuel Serrat declamaba en la España Franquista este poema, con los acordes de su canción “Campesina” y en la versión del viejo león de botica denostado por Borges: “Creo que una brizna de hierba, no es menos que el camino que recorren las estrellas, y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de arena y el huevo del zorzal, y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo, y que una vaca paciendo con la cabeza baja, supera a todas las estatuas, y que un ratón es un milagro capaz de asombrar a millones de incrédulos. Y que la menor articulación de mi mano, puede humillar a todas las maquinas”. ¿San Francisco de Asís o Jehová regañando a Job cuando solicita su comparecencia?... Hay aquí también un eco de El Corán, donde vacas y hormigas ilustran el mensaje que el arcángel Gabriel le dictó a Mahoma en medio del desierto. Pero sobre todo, aquí yace y se yergue la poesía donde todos quieren venir hacia a mí / y yo quiero ir hacia ellos ./ Y tal como son, más o menos soy yo ;/ y de ellos / de cada uno y de todos / y de mi mismo… / sale está canción. (Canto a mi mismo, número XV: Hoy es cuatro de julio).




Juan José Rodríguez

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