sábado, 31 de enero de 2009

Allan Poe: 200





¿Si tenemos una pesadilla y al amanecer nos encontramos con un libro de Poe en la mano, será esto la prueba concluyente de que todo lo alucinado ha sido auténtico?



Invocar a Edgar Allan Poe es como hablar de John Lennon, Pablo Neruda o García Márquez. Cada quien le ha cedido un espacio de su vida y lo considera propio, intocable y único. En el caso de Poe, hemos dado sitio en nuestros insomnios a cada una de las fantasías que sostuvieron la pesadilla de su existencia. Quizás su literatura sea una especie de I Ching de las obsesiones y temores de la humanidad: abramos al azar sus obras completas y veremos que no hay aspecto oscuro de su tiempo el cual no haya acometido con prosa fantasmal, mirada clarividente y flamígeras metáforas. La suerte virgiliana de abrir una página de Allan Poe es la mejor manera de dar una caminata segura por el infierno.


Al viejo Edgar le cubre una telaraña de leyendas: las únicas que podemos comprobar son las de su alcoholismo y su pobreza. En su momento, se le quiso encumbrar como un visionario y temprano profeta de las drogas, pero parece ser que esos paraísos artificiales no fueron parte de sus hábitos. La realidad, deformada por el kaleidoscopio vidrioso del whiskey, fue su más influyente musa y fiel consejera.


Sus padres eran gente de teatro y le llamaron Edgar en honor a un personaje de Shakespeare. Como Cervantes, sirvió como soldado (cursó estudios en la Academia de West Point). Como muchos hombres de su tiempo, se casó con una mujer más joven que él (Virginia Clemm tenía 13 años contra los 26 suyos). Enviudó a los dos años de su matrimonio y vivió asolado por los demonios de la realidad. Hay un periodo en blanco de su vida que ciertos biógrafos sostienen que corresponde a un viaje por el Viejo Mundo; otros, más objetivos y maliciosos, sospechan que ese tiempo en realidad lo pasó totalmente briago entre las ciudades de Filadelfia, Nueva York y Baltimore.


Escritor para las masas y escritor para los escritores, extraña definición para un artífice que dejó huella profunda en autores de su mismo calibre: Borges, Baudelaire, Thomas Mann o Julio Cortázar no se explican sin la existencia previa del caminante de Baltimore. Vladimir Nabokov reconoció que el germen de “Lolita” surgió de la prosa de Berenice y sus arcangélicos serafines. La asociación Mystery Writer of America entrega los Premio Edgar cada año a los mejores escritos de misterio. Por su parte, “El cuervo” es un poema tan clásico que hasta los Simpsons lo homenajearon íntegro en un especial de Halloween.


La tragedia humana de Allan Poe refulge por contraste ante la literatura que a su momento se implementaba en Estados Unidos. Una prosa nacida bajo los plácidos olmos de Nueva Inglaterra, al calor de la estufa de Benjamin Franklin, que cobró vida como si un guerrero sioux se materializara en la vidriera de los abuelos. No en balde los primeros críticos dividían a aquellos escritores como los “Caras pálidas” (Henry James) y los “Pieles rojas” (Walt Withman). Poe no admite encasillamientos raciales, pero su tragedia no es una simple letra escarlata sobre el pecho, ni tampoco su metáfora del mal es una remota ballena blanca. Su mundo clava una lanza druida contra los bosques de Thoreau y los manantiales de Longfellow. El mal en Poe es vivo como el altar donde Norteamérica sublimó a las brujas de Salem. De esas brasas saldrían demonios tan definitorios como Faulkner, balbuceantes como Bukowski, gélidos a la manera de Stephen King o las chispas fugitivas de Anne Rice.


Así como los novelistas rusos cimbraron con su realismo el género de la novela –entonces patrimonio victoriano y del folletín francés – Poe insufló la certeza del mal a la precisa relojería del cuento. La gente real irrumpió con sus hedores y deformidades, mostrando sus gangrenas en público. Los estudiosos afirman que el concepto de atmósfera narrativa surge a partir de la suma de sus trabajos. Y en ellos, su genio se dispersó y cobró vida como herméticos conjuros.


Nos legó innovaciones tales como la narración de horror genuino, la historia similar a una pintura (“La cabaña de Landor”); la estratagema del doble (“William Wilson”); el recurso de la criptografía (“El escarabajo de oro”); la evidencia invisible de tan inmediata (“La carta robada”) y el ensayo cosmológico (“Eureka”). Hasta concibió una variante única: el cuento que es puro desenlace, sin principio ni desarrollo, tal como transcurre “El barril de Amontillado” en un húmedo sótano de Venecia. Julio Cortazar agrupa sus textos en cuentos de terror, sobrenaturales, metafísicos, analíticos, de anticipación y retrospección, de paisaje, grotescos y satíricos


No sabemos cuando se hizo el primer poema épico o la primer obra teatral, pero en cambio si sabemos la fecha exacta del surgimiento de la novela policial. (Borges acotaba que hasta es posible hacerle una carta astrológica: Los crímenes de la calle Morgue fue publicada en el mes de abril de 1841).


Poe es el cuentista que mas ha influido en la novela moderna. Mientras las obras de no pocos de sus contemporáneos se nos alejan cada vez más, su prosa descarnada golpea consistente, a pesar de sus molduras parnasianas e inciensos simbolistas. Hay algo más allá de las innovaciones técnicas y el compromiso con el texto: la inteligencia razonada que asombró a Paul Valéry, además del sentido artístico como una prolongación de la magia personal. “Ligeia” sugiere una alegoría de la búsqueda del ideal, la “memoria del sueño” de la filosofía platónica. Y en “La caída de la Casa de Usher”, la belleza perdida resucita con la lectura de un remoto poema efectuada por el narrador. El arte aquí se alimenta con el oráculo de antiguas obras de arte como único recurso para vencer a la muerte.

La muerte de Edgar Allan Poe – a los 40 años de edad, el 7 de octubre de 1849 -se volvió el perfecto lugar común para desdeñar al artista bohemio en ciernes, repugnante palabra que usa la gente pacata para definir al escritor incomprendido y también al incomprensible. Subsiste el misterio sobre porque fue encontrado vistiendo ropas que no eran suyas. Una teoría habla de que quizás lo victimaron “agentes electorales”, quienes embriagaban a incautos en época de elecciones para hacerlos votar varias veces por un mismo candidato. Los hijos de una viuda con la cual estaba a punto de casarse no escapan de la sospecha.


Desde 1949, un anónimo personaje ha dejado sobre la tumba de Edgar Allan Poe tres rosas frescas y una botella de coñac todos los 19 de enero, día de su cumpleaños. (Stéphane Mallarme en su momento le escribió un epitafio simbolista). En un país diseñado para las eternidades de cinco minutos, el tipo se volvió un personaje misterioso y los medios tratan de averiguar porque cumple año con año ese ritual. Él se escabulle y no contesta la menor pregunta. A muy pocos se les ha ocurrido pensar que, sencillamente, ha asumido la obligación de hacerlo a nombre de quienes aún nos maravillamos con el fuego de su prosa y el destello de su magia.



lunes, 26 de enero de 2009

El héroe invisible



El milagroso salvamento del Hudson aparece como un buen augurio para el ascenso de Obama a la presidencia. Pero además de los héroes que hicieron posible la hazaña – pilotos, sobrecargos y rescatistas – falta un detalle indispensable. La excelente capacidad que tienen los gringos para respetar reglas, filas y órdenes directas, tanto en la vida diaria como en una contingencia. Aquí en México siempre nos hacemos bola al descender de un avión de manera normal. Tendrán muchos defectos nuestros vecinos; pero nadie ha dicho que su capacidad natural para organizarse también fue crucial a la hora de salir de la aeronave en peligro. Ahí sí deberíamos de imitarlos, aunque sea para subir al microbus o cederle el paso a quienes nos necesitan... Cómo México, no hay dos.

domingo, 25 de enero de 2009

El curioso y triste caso de Francis Scott Fitzgerald



Me propuse leer de urgencia “El curioso caso de Benjamin Button” antes de ver la película y que la quitaran de la cartelera local. Hay producciones que exigen mirarse en el cine.

El autor del relato es un verdadero artista, digno del ejercicio: Francis Scott Fitzgerald, de quien tengo sus obras completas pero, quien sabe por qué, dicho texto no me había provocado ganas de leerlo.


La primera frase ya despierta la curiosidad: “Hacia 1860, lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos de un recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital”….


De plano hoy en día hay que leer los libros antes de ver la película. Si no, queda uno condenado a imaginarse los personajes con la cara que Hollywood les confiere. Ya no se sabe si se está volviendo a ver la cinta o si nuestra imaginación choca de repente con realidades alternativas.


Por ejemplo, hay que ir leyendo “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar, a la cual ya están en proceso de darle en la torre. Recomiendo la traducción de Julio Cortazar, quien vivió media vida en Paris y hablaba francés con acento. Además, así podremos leer juntos a dos grandes escritores por el mismo boleto.


Leo el cuento de Fitzgerald en la traducción de Justo Navarro, un español que le dio por traducir toda su obra, lo cual revela una pasión personal. Hay traductores sangrones que solo se meten con las obras maestras de un autor, dejando los demás libros a quienes desempeñan el oficio a destajo o mera sobrevivencia.


F. S. Fitzgerald es un autor que representó como nadie los locos años veinte. El mundo de los ricos fue su especialidad, así como las complicadas relaciones humanas entre parejas. Poseía un estilo descriptivo y poético.


Autor de éxito antes de la Gran Depresión, él y su esposa Zelda bebieron champaña con música de Charleston entre Paris y Nueva York por varios años, hasta que el alcoholismo y la locura acabó con ellos a edades tempranas.


En 1986 murió su única hija, Scottie y yo recuerdo que leí en NOROESTE una nota del poeta Ernesto Cardenal, sacerdote nicaragüense y miembro de la guerrilla Sandinista, lamentándose de su perdida. Al morir Scottie, perdíamos el último nexo terrestre con una pareja legendaria y trágica, apuntaba el nostálgico poeta.


Confieso que al principio, no fue fácil acercarme a “Scotch” Fitzgerald. Tengo amigos que me confiesan esa distancia. Le tomé gusto al retomar “El Gran Gatsby” – su obra maestra – cuando alcancé la edad de los personajes y yo llevaba una vida como la de Nick Carraway, el narrador de la historia.


Ahí está el truco. La novela trata sobre gente que vive una década privilegiada. Los felices veinte comenzaron con el fin de la Primera Guerra Mundial y se derrumbaron con la caída de la bolsa de valores en 1929.


Similarmente, los 90s iniciaron con la caída del Muro de Berlín y concluyeron con el 11 de septiembre y la actual recesión. En ese tiempo, la humanidad y especialmente los que éramos jóvenes, no teníamos más enemigos que el tiempo y el calentamiento global, algo remoto que comenzaba a ocurrir en el Polo Norte.


A lo mejor Fitzgerald ha vuelto de su olvido para recordarnos que las épocas de fiesta también cobran su cuota. “La vida no se vive en minutos, se vive en momentos”, señala en Button.

A propósito, tenía la intención de ver la película antes de esta nota, pero se casó mi prima Stacey y entre el civilazo, boda religiosa, invasión de primos y recalentado, se me volvió imposible ver la cinta. Hay otra curiosa edad en que uno comienza a dejar de ir al cine, poco a poco, y sin darse cuenta.

domingo, 18 de enero de 2009

Mazatlan en la tele




Este fin de semana miré en un canal de series viejas un episodio de “Los Ángeles de Charlie”, aquella producción con tres divinas gracias de los 70s, dotadas de instinto policial y artes de defensa.


A pesar de que poseían grandes habilidades deductivas, nunca se dieron cuenta de lo peligroso de trabajar para un anónimo contratista privado, cuyo rostro desconocían y con quien sólo se comunicaban a través de un interfón, además un empleado chaparrito y calvo llamado Bosley.


En esas series, al verlas de vuelta, uno se da cuenta de lo exagerado y burdo de algunos doblajes. Para actores cómicos escuchábamos a Polo Ortín (“Gilligan”) o Jorge Arvizú “El Tata” (“Pedro Picapiedra/Cucho/Benito G. Bodoque).


Uno que fue genial era don Víctor Alcocer: lo mismo interpretaba a “Kojak” que a “Ródak”, villano de “Monstruos del Espacio” que usaba diamantina en la cara. (Uyuyuy).


No domino el inglés, pero he visto series de la época en su idioma original y compruebo que, a la hora del inicio, muchas transcurrían en silencio, sin locutores gritones que no sólo anunciaban el nombre de la serie, sino que daban un plus a mediocres actores secundarios. “Estrella invitada, John Barrengton”… “Una producción Lorimar”, etc.


Lamentablemente, éramos un país poco alfabetizado. Hoy estamos acostumbrados, pero a la gente de entonces le molestaba que los títulos estuviesen en otro idioma. Otros no veían cine subtitulado porque decían que para leer, mejor tomaban un libro, cosa que tampoco hacían.


Viene el comentario porque, en ese episodio en particular, la trama ocurría aquí, en Mazatlán, aunque de manera más precisa, en un hipotético sitio cercano, llamado “Isla del Diablo”.


Al mencionar Mazatlán, pensé que era un detalle de los artistas del doblaje. Muchas series preferían a nuestra competencia más cercana de ese momento: Acapulco, a pesar de nunca viésemos alguna escena rodada en aquel puerto.


A veces ni siquiera la avenida costera de Acapulco, bautizada en homenaje al Presidente Miguel Alemán Valdez, aparecía en esas series, transmitidas puntualmente en un consorcio donde participaba su hijo, Miguelito Alemán Velasco.


Eso sí, si algún personaje mencionaba circunstancialmente algún sitio de playa en los programas de su consorcio, el doblaje anunciaba “Acapulco”; aunque quizás, en la versión anglosajona del programa en cuestión, el actor hubiese dicho Miami, Palm Beach o Atlantic City.


Y tal vez este episodio playero de “Los ángeles…” hubiese sido adjudicado a Acapulco, de no haber sido porque, en una escena, una toma desde lo alto del Cerro de la Nevería revelaba la isla de Venados.


En aquel periodo, Mazatlán aparecía de manera natural en espacios televisivos y fílmicos, algo que valía oro en un tiempo anterior a la masificación de la señal privada.


En “El crucero del amor” se le mencionaba de manera continúa. La película “Convoy” concluía con los traileros anunciando su deseo de irse a Mazatlán a tomar unas cervezas.


El único apoyo directo de la televisión de la época a nuestro destino era cuando el programa “México, Magia y Encuentro” de Raúl Velasco transmitía el desfile del carnaval… y las jocosas referencias de “Los Polivoces”, socios de un hábil y pintoresco restaurantero local.


Con todo, era mejor que nos mencionasen a que nunca existiéramos. Y pensar que ahora aparecemos por asuntos de violencia o de líos entre transportistas.


Bueno, hace unos años en “Señales”, Mel Gibson escuchaba en su tele el anuncio de un vuelo “Mazatlan-Nueva York”, cosa que hizo soltar carcajadas al público en la sala donde yo estaba… Con trabajos podemos ir a La Paz o a Durango. Ahora imaginemos un vuelo directo a la ciudad de los rascacielos.

domingo, 11 de enero de 2009

Ciego en Gaza



Los recientes ataques de Israel a la franja de Gaza confirman la percepción de que esa área del mundo bullirá por siempre a la sombra de conflictos políticos, étnicos y culturales.

Gaza fue la ciudad donde Sansón fue atado a la rueda como castigo por su soberbia. Ahí se alzó con su grito de guerra y venganza suprema entre dos columnas. Muera yo y mueran los filisteos. (Libro de los Jueces)

John Milton, el poeta inglés de “El paraíso perdido” realizó un poema a la agonía de Sansón. Es un poema tan conocido en lengua inglesa que hasta Aldous Huxley, autor de “Un mundo feliz”, llamó así a una de sus novelas.

Un verso de Milton que dice “Preguntad por ese gran libertador y lo encontrareis ciego en Gaza, atado a la rueda, con los esclavos”, se aplica bastante a la situación actual.

No es este el espacio para el análisis político, pero si el comentario desde la perspectiva cultural y artística. En un momento en que Israel asume el papel de brazo ejecutor, quisiera rescatar a la figura del escritor israelí Amos Oz, quien siempre ha estado a favor de la paz con el pueblo Palestino, detalle que le ha provocado no escasos conflictos con sus compatriotas. (Una vez lo vi en la tele haciendo compras en un mercado, regañado por señoras y tenderos, a los que replicaba con argumentos y sonrisas.)

Amos Oz –ya es candidato al Nobel- nació en Jerusalén en 1939 y ha vivido en esa zona desde antes de la creación del estado de Israel, luego de la Segunda Guerra Mundial. Hace unas semanas leí sus memorias noveladas, englobadas bajo el título “Una historia de amor y oscuridad”, donde narra parte importante de esa vida.

Oz registra que en su momento, los primeros pobladores tenían como propósito tratar bien a sus vecinos árabes, e incluso darle al mundo un ejemplo de tolerancia, después de haber pasado ellos como judíos por el holocausto nazi.

En los inicios del estado de Israel, una ley férrea prohibía comprar cualquier cosa importada para no afectar la economía local emergente. Amos Oz cuenta que el dilema era sobre si comprarle o no el queso a sus vecinos árabes, para nada maleados por la política internacional, que además era más sabroso y barato.

Tuvieron que recurrir al Talmud, donde se dice que “Los pobres de tu ciudad son los primeros” y a la Biblia, que proclama solemne que “Una sola ley habrá para vosotros y el extranjero que mora entre vosotros, pues extranjeros fuisteis en el país de Egipto”.

Pero volvemos al viejo axioma: una generación que olvida el pasado, está obligado a repetirlo. Y si bien es misión de los escritores y los medios recordárselo, sorprende la dureza de oído y sensibilidad de no pocas generaciones.

En el barrio de Amos Oz vivían varios sobrevivientes de los campos de concentración. De niño escuchaba por la noche gritos de dolor: las pesadillas de sus vecinos eran cosa de todos los días.
Era el lugar del mundo con más pesadillas por metro cuadrado, afirma.

Hoy en día, seguramente la mayoría de esas personas atormentadas han muerto y no hay quien recuerde, de manera inmediata, lo acontecido hace menos de 60 años. Pero ese niño hoy ya tiene 70 años y él sabe hasta donde pueden llevar la ceguera, la inconsciencia, la ignorancia.

Otro gran artista judío que insiste en la paz y el entendimiento con el mundo árabe es Daniel Barenboim, genial intérprete de Mozart, que incluso llegó a formar una orquesta con artistas de estos mundos en conflicto.

Ojalá, gracias al esfuerzo de estos artistas, la clase política y la sociedad israelí busquen alternativas más positivas que el bombardeo a la población civil. ¿Qué pretende Israel con esto? ¿Hacia donde los llevará el diálogo fincado sólo con la muerte y las armas? ¿Hamas no puede comprometerse a una paz tácita y respetarla por el bien del resto de la comunidad palestina?

domingo, 4 de enero de 2009

Cine de hoy, imágenes de hoy






Algo me suscita el cine moderno reciente. Ya no me convencen algunas secuencias de ciertas producciones. Quiero pensar que la culpa es mía y que soy el único que aún no se acostumbra a los bizarros efectos por computadora y a la rauda estética del videoclip, aplicada hoy al Séptimo Arte.



A pesar de su verosimilitud, los trucos digitales me dejan la sensación de artificialidad, no obstante a que los realizadores se esmeran en realzar y subrayar detalles intrincados, inimaginables para Cecil B. de Mille o Darril S. Zanuck. Acabo de ver “Australia” y no pocas escenas panorámicas me daban la impresión de un lienzo pintado, al modo de la jungla del reciente “King Kong”.



Si es así, prefiero los pinceles a los pixeles. El mar de “Los Diez Mandamientos” fulgura con más brío en mi memoria que el propuesto por la versión nueva de “La aventura del Poseidón”.



“Australia” incluso me pareció falta de imaginativa en su trama. La historia de la mujer blanca que triunfa en un continente bárbaro, dominado por hombres y elementos salvajes, ya fue mejor narrada en “África mía” de Sidney Pollack. Incluso de ahí copiaron la escena donde se le prohíbe entrar al bar y, al final de su odisea, es invitada con todos los honores a tomar una copa.



El viaje de un grupo de valientes jinetes con reses, desafiando páramos y estampidas, fue contado de manera magistral en “Río Rojo”, de Howard Hawks, con el insuperable John Wayne. La escena donde los huérfanos que llegan a una ciudad en guerra la miré con más emoción en “La posada de la Sexta Felicidad”: Ingrid Bergman salva a unos niños chinos de los malvados japoneses con mejor estilo y menos estruendo.



¿Será que el exceso de posibilidades de imagen ha desgastado la técnica del guión? ¿Los productores y editores vuelven el trabajo del director una caricatura de lo que el artista esboza? Con los sueldos de las estrellas es muy difícil jugarse un fiasco de taquilla; de ahí que los inversionistas exigan temas divertidos, familiares, con pocos desnudos, finales con moraleja y culpables siempre con castigo o redención.



Soy autocrítico y me pregunto si esto no será cuestión mía, generacional. Una vez leí a un crítico afirmar, en un libro editado en los cuarenta, que “Lo que el viento se llevó” era una película muy falsa porque, en la famosa escena del incendio de Atlanta, era inevitable que el espectador no imaginase a la cámara en lo alto de un andamio… Ese había sido un ángulo poco común en un tiempo donde la mayoría de las películas parecían teatro filmado.



Hoy vemos secuencias con grúa, steady cam o lentes microscópicos y para nada nos preguntamos donde metieron el artefacto. Nos dejamos llevar por los magos de la edición y el efecto musical, sin cuestionar donde encaramaron al técnico o si usaron maquetas de plastilina, engrudo o manta inglesa corrugada.



En “Troya” vimos más barcos con animación digital que los que realmente participaron en el desembarco de Normandía en 1944. Los últimos episodios de Star Wars me parecieron abigarrados, con tanto desperdicio de naves espaciales, estallando ante relicarios de estrellas y galaxias en espiral.



Me siguen gustando más la sobriedad presente en los primeros episodios, cuando las técnicas de efectos especiales eran más primitivas y Marruecos interpretaba el papel del Planeta Tatooine.



La escena que más me impresionó por su realismo el año pasado fue en “Expiación”, donde vemos la retirada de Dunkerque ante el poderío nazi. Y lo confirmé al repetirla en DVD: había sido filmada en una playa con actores ingleses y cámara móvil. Nada de pantalla azul, prodigios del Mouse o delirios escenográficos. Sólo imágenes reales. El cine es una mentira que debe decir la verdad de un modo que nos convenza. Y también que nos apantalle. Que nos haga olvidar y, al mismo tiempo, soñar la realidad.