Para alejar un poco de mí al fantasma del Alzheimer, decidí darle ejercicio al cerebro leyendo un breve libro de filosofía.
(El sudoku no se me da; los crucigramas me irritan; los rompecabezas me desesperan, así que opté por un texto corto, de letra grande, adquirido en un puesto de revistas de la calle Ángel Flores).
Era El Proslogium (“La fe que busca la inteligencia”), tratado donde el filósofo Anselmo busca un argumento razonable de la existencia de Dios, a base de un razonamiento lógico, accesible a todo ser humano.
Siendo el año de 1070, el monje Anselmo propone que el Dios cristiano existe porque el hombre no ha sido capaz de concebir algo más grande que Dios: sí lo que puede imaginarse tiene un tope, no puede ser otro más que ése… De no ser así, surgiría la contradicción del razonamiento y, afirma, vuelve imposible que esto sea falso.
El asunto se discute en varias páginas, breves y claras, a pesar de la prosa medieval. Interviene Gaunilo, un monje que afirma que el argumento de Anselmo no es suficiente. Para este monje, decir que hay una isla inmensa, perfecta y oculta, no basta para darla por cierta. Exige algo más sólido para justificar la existencia de un creador omnipotente.
Anselmo responde que no es lo mismo hablar de cualquier isla o del concepto de isla, porque ese es un hecho definido y terrestre. El concepto de la divinidad no tiene equivalente similar en su inmensidad y poderío con cualquier otra visión física o del pensamiento humano: un pensamiento limitado a las tres dimensiones y los conocimientos obtenidos durante una época en particular.
A partir del diálogo de la isla, el hombre cambió su forma de pensar, fuese creyente o no. Las escuelas filosóficas iniciaron su camino con esta encrucijada. Hegel y Kant manejaron todavía en el siglo XIX los argumentos de San Anselmo y son algo más que una pieza del museo de las ideas.
Usted tiene el derecho de ser ateo y no aceptar estas argumentaciones, pero fueron fundamentales para el conocimiento humano. Quizás no esperaba verlas en esta columna el lunes por la mañana, pero es obligación de los que escribimos compartir las aventuras de nuestra alma cuando nos damos un paseo entre las obras maestras.
Luego de Anselmo vendrían Nietzsche, Marx y demás pensadores defensores de un ateísmo razonado. Sin embargo, parte de sus herramientas surgen de la pregunta y el discurso de Anselmo: aquello que no puede imaginarse es lo que no existe.
En estos tiempos laicos, la fe o no creencia se han vuelto cuestión personal. A un ateo uno puede repetirle mil argumentos y no convencerlo mientras él no sienta una vibración íntima. Igual sucede con el creyente. Pero esa duda y esa conciencia son lo que nos diferencian del resto de los seres vivos y también nos ha vuelto aquello que realmente somos.
Pascal, filósofo y matemático, decía que no bastaba con creer ciegamente. Las claves secretas estaban ocultas dentro del ejercicio de la fe sólo para que quienes se acercasen con humildad pudieran encontrarlas de esa manera. Hombres sencillos, filósofos del claustro o estudiosos en las universidades. Para entender la fe, hay que vivirla, encenderse y subir con ella. Y una cosa es la fe y otra la religión, por cierto.
San Buenaventura, seguidor de Anselmo, proponía un camino similar de búsqueda: "Pero si deseas conocer cómo ocurren estas cosas, consulta la gracia, no la doctrina; el deseo, no el entendimiento; la Esposa, no el maestro; la oscuridad, no la claridad. No consultes a la luz sino a la llama".