sábado, 11 de diciembre de 2010

Ricardo Urquijo





Conocí a Ricardo Urquijo hace más de veinte años y desde entonces fui testigo de la persistente llama de su amistad. Siempre jovial y bien dispuesto, con un humor natural, pleno en referencias humanas y cien por ciento mazatlecas.

En aquellos tiempos, el tenía un alto cargo en CODETUR, bajo la presidencia del también amigo Raúl Rico. Yo era estudiante que se iniciaba en el periodismo y en varias ocasiones me daba raid a mi casa, ya que vivíamos a escasas cuadras de distancia y compartíamos similares gustos por la música.

En uno de esos aventones, me dijo que yo algún día podría ser “el orgullo de La Papalota”. Ante mi obligada extrañeza me explicó que por el rumbo donde residíamos, antiguamente, había existido un viejo molino de viento conocido así por los lugareños. ¡Vaya!

Desde entonces, para referirnos a la dirección de nuestros hogares, nos referíamos en clave como “La Papalota”.

Así era Ricardo, siempre con el humor y la referencia pintoresca anclada a nuestras raíces.

Previo a esa época, nos habíamos conocido haciendo una larga fila para un Teatro Ángela Peralta aún en ruinas, durante un evento del Festival Cultural Sinaloa, en la época de José Ángel Pescador. Yo iba bromeando con tres compañeras de la universidad y él iba con Ceci, su esposa, por lo que desde entonces comenzamos a hacer chorcha como si tuviéramos la misma edad y nos conociéramos de toda la vida.

Ricardo estuvo en ese teatro por un tiempo providencial. Supo hilar una relación positiva con Conaculta a través de los encargados de descentralizar la cultura y logró que la plaza entrara al circuito de los espectáculos, exposiciones y talleres itinerantes de origen federal.

Logró también unir esfuerzos con artistas locales, grupos que llegaron para quedarse y con diversos amigos suyos, lo mismo empresarios como otros promotores y organizadores de otras actividades. En ese tiempo, los eventos y apoyos que enviaban las autoridades estatales eran demasiado dispersos.

El trabajo de Ricardo supo ampliar la brecha iniciada por Jane Abreu y abrió el camino para el actual organismo de cultura, consolidado por Raúl Rico González. Es todo un esfuerzo, un mérito y un desafío.

Con justicia, con verdadero reconocimiento y conocimiento, no debemos olvidar sus aportaciones. Hoy vemos la vida cultural como algo ya nuestro, pero hay vendavales políticos o sociales que pueden volver a una región encendida por el arte en un páramo plagado de resentimientos.

Recordemos el humanismo de Cayo, su entrega a mantener una memoria, su pasión por la fotografía y la vida sencilla del campo, así como esa cualidad tan difícil que algunos consideran don de gentes y otros, generosidad.

Hace unos días, le hablé para confirmar un vocablo en inglés coloquial que escuché en una canción del Viejo Oeste y que también fue un éxito en nuestra música de banda. Él era mi consultor para muchas inesperadas referencias artísticas.

Yo había encontrado ya una buena pista en internet para mi artículo, pero procuro nunca quedarme con eso porque internet muchas veces falla y además, deseaba darme el gusto de hablar con él.

El buen Ricardo no sólo repasó su memoria buscando variantes, si no que en ese mismo momento le llamó a su hijo y a otra persona para encontrar la traducción a la frase.

Para concluir, compartiré que una vez en su casa presencié un detalle que luego incluí en un libro mío, cambiando los nombres por debido respeto. Entre varios cuadros de su agradable sala descubrí un óleo muy especial, reproduciendo un arreglo de rosas rojas. Con orgullo, Cayo me contó que ese fue el primer arreglo de flores que le había mandado a su esposa cuando eran novios y ella lo había pintado de inmediato, eternizándolo así con el pincel.

Los hombres se van, las obras permanecen, la sonrisa vive siempre en la memoria: hasta siempre, Ricardo Urquijo

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