domingo, 26 de septiembre de 2010
Frente al otoño de verano
Escribo desde Morelia y aquí si hay otoño. Salgo a un patio a media mañana y veo caer pequeñas hojas que se confunden con la llovizna desleída, así como con el glogloteo de una fuente de cantera al centro del claustro.
El Conservatorio de las Rosas en su origen fue un convento y esa aura de clausura y soledad viene a bien a los aires de fin de mes. La luz de las mañanas aquí es como la de las ocasionales tardes nubladas de Mazatlán.
Corre un viento frío y la piedra de los muros y la cantera de las baldosas adquieren mayor condición conventual. Un árbol de naranjas alza sus racimos, desafiando un sol cariacontecido tras las nubes, incapaz de imponerse a una llovizna que se deshoja en chispas de claridad.
Otra señal del otoño es que comienza a oscurecer más rápido, a pesar del artificio del horario de verano que demora el efecto. Las luces se enciende más temprano y, por la falta de costumbre, sorprende ver los comercios tan llenos a horas que parecen tardías. Como si ya fuera diciembre, pero no.
En el centro y sur del país se nota más ese efecto, tanto por los cambios de latitud como por la presencia de las montañas que oscurecen pronto a las ciudades. En Mazatlán el sol siempre se oculta entre pocas nubes y el mar funge como espejo que reverbera la luminosidad largo rato, aún después de que el astro solar se ha desvanecido.
Los mazatlecos tenemos un otoño demasiado sutil: nunca veremos el soplo cefírico del viento agitando caudas de hojas secas e incluso formando fugaces esculturas en las plazuelas. Tampoco veremos los árboles desnudos con sus brazos en actitud de garra, señoreando como en los bulevares de Paris, el Paseo de la Reforma o las caricaturas de Remy.
Nuestro otoño es verde por las recientes lluvias del verano y el calor que aun bosteza su tibia bocanada. Este color verde se mantendrá con suerte hasta las lluvias de febrero que tanto sabor y desasosiego le dan a nuestros carnavales.
Sólo el agua del mar estará más fresca, aunque no tanto como la frialdad de Semana Santa.
¿Será que nos hace falta un buen y soporífero otoño para volvernos una sociedad más pacífica, más reflexiva, menos tensionada por la brasa solar que nos agobia desde mediados de mayo hasta finales de septiembre?
Por lo pronto el destello del clima ira bajando un poco su intensidad, con rachas de altas y bajas, según tengan las lluvias la caridad o la calamidad de visitarnos.
Hay ciudades donde la gente usa suéter o chamarra todo el año y la vestimenta no siempre da una idea del tiempo vivido. Nosotros los porteños, a un ritmo que se nos hará lento, comenzaremos a sacar las camisas de manga larga y esos cambios oscuros que sería un suicidio ponérselos incluso para una salida breve.
Somos tan refractarios a reconocer que tenemos un frío que nos burlamos del amigo que se pone una bufanda en octubre o diciembre, aunque el pobre tenga una calentura terciana y se encuentre obligado a salir a la calle.
Por lo pronto, oficialmente ha nacido ya el otoño, el falso otoño que tenemos en el Trópico de Cáncer: quizá por eso nos sentimos eternamente jóvenes, ante la falta de una estación que sirva de intermedio entre el tiempo de la plenitud y el tiempo del recogimiento, el tiempo de la pausa y el tiempo de la melancolía, el tiempo de la luz cegadora y los momentos del descanso.
El otoño es algo tan exótico para nosotros que sólo lo usamos para hablar de modas o referirnos con supuesta cortesía las personas maduras. Los franceses dicen que si una primavera sale muy fría o lluviosa es una falsa primavera: a ver si algún día los mazatlecos nos toca un otoño verdadero, de hojas volando y aroma de carcaza que se quema flotando entre la floresta de la plazas
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