Es curioso: la palabra “gramática”, utilizada con energía en la enseñanza del idioma, estaba relacionada en su origen más con la magia que con el lenguaje.
Hoy no lo parece, pero muchas palabras en su origen fueron atrevidas metáforas, las cuales decimos en el momento actual sin buscar su real y primigenio significado. Alguien escuchó en una tormenta al cielo decir el nombre del dios Thor y de ahí surgieron la palabra “trueno” y sus derivaciones. (Thunder en inglés)
La raíz griega es grammatiké tekné (arte de escribir). Durante la Edad Media, la gramática (grammar) incluía todo conocimiento, incluso la magia, asunto muy común del cual aún la ciencia no había demostrado su gran dosis de superchería.
De hecho muchas ciencias hoy respetables, como la química y la astronomía, tuvieron su base en profesiones ejercidas originalmente por pícaros como los alquimistas y los astrólogos. No era raro que algunos científicos serios (véase el caso de Kepler) se revistieran de un aire de misticismo para ganarse credibilidad y, de paso, también la vida.
De “grammar” se derivó en el escocés a gramarye, en el entendido de “encantador”; pronto la palabra se convirtió en glamer y por último de ahí surgió el vocablo ingles glammourous: aquel que posee dones obtenidos por encantamiento.
En esa antigüedad sin glamour, el mago y el gramático se confundían, así como el encantador que rezaba palabras mágicas y el hombre inspirado que invocaba palabras llenas de magia.
Escuchamos a los magos decir “abracabra” y esa es una palabra que puede escribirse en un triángulo y leerse igual de arriba a abajo. Los genios, que son personajes de las Mil y Una Noches, suelen decir ¡Alakazán!, una variante - o quizás el origen - de ese concepto. La palabra “alquimia”, y casi todas las que comiencen con “al”, son de origen árabe: albañil, alfeñique, alcahuete, alcantarilla, etc.
Dentro de un mundo con exceso de analfabetismo y credulidad, el poseedor del don de la palabra escrita pasaba por un ser extraordinario. Aquellas personas que no sabían leer y escribir llevaban consigo conjuros u oraciones, seguros de que portar un papel escrito los protegía de la desgracia o los males de los hombres.
En el Tibet, hay templos donde las oraciones están escritas en rollos de papel, forrados de metal para que no se dañen. Los peregrinos caminan haciéndolos girar y ese acto vale por una oración.
No es de extrañar que los libros fuesen respetados como objetos mágicos. En el mundo islámico, a la fecha, un ejemplar de El Corán no debe de ponerse en un librero o estar abajo o encima de otro libro. Debe de estar en un mueble propio, de preferencia en una mesa. Si uno entra a una casa de musulmanes piadosos, no es raro que encontremos un Corán colocado reverentemente en un atril, así como aquí en México muchas familias lo hacen con una Biblia.
Los hebreos también fueron un pueblo del libro y creían en la magia de las palabras. Para algunos de ellos, un bebé recibe el espíritu al momento que dársele nombre. Los judíos ortodoxos no pueden dar a un recién nacido el nombre de un familiar vivo: lo bueno es que el Pentateuco les ofrece gran diversidad de opciones.
Una leyenda dice que los rabinos medievales podían crear un “Gólem”, especie de Frankenstein de arcilla usado en las sinagogas para trabajos menores. Para darle vida, le escribían en la frente la palabra EMET, que significa VERDAD. Si se deseaba desactivarlo, se le borraba una letra y quedaba MET: muerto en lengua hebrea… Una vez un rabino lo dejó crecer demasiado y, al borrarle la letra con una escalera, el mono cayó encima de él, matándolo de inmediato.
Hoy, en hebreo moderno, la palabra Gólem equivale a “tonto”. En verdad, son sorprendentes la magia y vida propia que adquieren con el tiempo las palabras.
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