lunes, 1 de marzo de 2010

Alexis Carpentier





¿Cómo veríamos y recordaríamos al escritor Alejo Carpentier si no hubiese castellanizado su nombre? Una polémica acta de nacimiento lo registra como Alexis.

El sólo nombre de Alejo tiene resonancias patriarcales, vecinas a Europa Oriental o la literatura rusa. A pesar de tener el derecho de usar ese nombre de pila -que hoy resuena muy juvenil-, el nome de plume del fundacional autor cubano fue la traducción castellana hoy conocida.

Es interesante repasar por qué el escritor modifica más de identidad que el humano común. ¿Hizo bien Henry Beyle en trasmutarse en Stendhal? ¿Leeríamos igual “Rojo y Negro” si fuese signada con ese pacífico nombre de oficinista o burócrata del segundo Imperio? El apellido Beyle salió de las fronteras y, según registra Sergio Ramírez, allá se convirtió en Debayle, primer apellido de la musa de “Margarita está linda la mar” y segundo del dictador Anastacio Somoza.

Hay escritores que nacieron con nombres definitivos: Conde León Nicolaievich Tolstoi, Roger Martin Du Gard, Príncipe Guiseppe Tomasso di Lampedusa o Alphonse Louise María Prat de Lamartine.


Otros acudieron a referencias menos escandalosas. Durante la ola antigermana, Ford Madox Ford se quitó el apellido Hueffer y asumió el reiterativo nombre con que lo conocemos. Alberto Pinchele prefirió apellidarse Moravia sin necesidad de conflictos bélicos. H. H. Munro, nacido en Birmania y muerto en las trincheras de la I Guerra Mundial, es el celebrado cuentista que firmó como Saki.

Dos imprescindibles autores en lengua inglesa fueron bautizados con accidentes geográficos: Óscar Fingal Wilde (una caverna en una isla desierta) y Joseph Rudyard Kipling (el lago británico donde sus padres se conocieron).

Edgar Allan Poe y Truman Capote honraron a sus padrastros conservando sus apellidos, mientras que Virginia Woolf y Karen Blixen asumieron los de sus respectivos cónyuges. Sidonie Gabrielle Colette confío en la solitaria originalidad de su apellido, mientras que Marguerite Crayencour prefirió anagramatizarlo en Yourcenar.

Los anglosajones aman las ecuaciones: H.D. (Hilda Doolittle) optó ser recordada con sus iniciales y Edward Estlin optó por sobrevivir en minúsculas como e. e. cummings… T. S. Eliot se llamaba Thomas Stearns y dos iniciáticos novelistas, J.R.R. Tolkien y C. S. Lewis, compartieron la pasión por las sagas así como el gusto por las abreviaturas.


Neftalí Reyes Basualto y Félix García Sarmiento eligieron los rotundos seudónimos de Pablo Neruda y Rubén Darío. Lucila Godoy de Alcayaga es tan Gabriela Mistral como doña Juana Fernández Morales es Juana de Ibarbourou. (¿Ya se fijó que los dos Nobel chilenos usaron antifaces nominales?)


Vicente Huidobro se quitó el García intermedio y don Juan Carlos Onetti sostenía que originalmente su patronímico había sido O’Netty. El boticario Felipe Camino se convirtió en el poeta León Felipe y aun no estamos seguros si Ret Marut, Hal Croves o Traven Torsvan correspondieron al esquivo B. Traven.


Pero el rey de los seudónimos en México fue Manuel Gutiérrez Nájera: el Duque Job, Puck, Recamier, Tick-Tack-, Perico el de los Palotes y un genésico etcétera colman su bibliografía en publicaciones porfirianas.


Alexis Carpentier suena más a nombre de poeta. Y la ingeniera verbal y la maquinaria de emanar poesía con la prosa son uno de los atributos más portentosos del autor de “El siglo de las luces” y “Los pasos perdidos”. El nombre no siempre es lo de menos: en el caso del escritor, es donde cada palabra adquiere mayor resonancia. Una seña de identidad para ubicar la figura invisible oculta tras el misterio de sus páginas.

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