A los 21 años descubrí que nací el mismo día que nació y murió un “santo loco” aunque, por supuesto, en diferente época. Definido así por sus contemporáneos, no sólo pasó una temporada en un manicomio, si no que luego fundaría varios de esos sitios y llegaría a morir a consecuencia de una locura.
Mi intención aquí no es hacer propaganda religiosa o anticlerical, si no rescatar a un más que curioso personaje de la historia. Si usted es ateo o pertenece a una religión que no venera a santos fallecidos, tome este texto como un ejemplo de literatura fantástica, como decía Borges. Pero tome en cuenta sus valores.
San Juan de Dios, santo que hoy celebra su nacimiento para el mundo y para el cielo, fue un personaje peculiar. Y no me enteré de su vida leyendo una libro piadoso, si no en el suplemento Sábado, que dirigía Huberto Batis, donde lo mismo se publicaban reflexiones de política cultural, traducciones de Nerval o Ezra Pound, dibujos eróticos y repentinos análisis filosóficos.
Pertenezco a una generación que considera la locura un estado de gracia. Leí y vi de niño adaptaciones de “El Quijote” y en la secundaria alguien puso en mis manos “El loco”, de Gibran Jalil Gibran, excelente escritor que, de manera inexplicable, pasó a formar parte del gremio de la autoayuda gracias al manoseo de sus parábolas.
Todo gran santo fue antes un gran pecador o llevó una vida mundana. Juan de Dios de joven fue pastor, vendedor de libros, soldado bajo las órdenes de Carlos V y estuvo a punto de ser ahorcado por descuidarse durante una guardia.
Participó en la defensa de Viena de los turcos y, como Cervantes, vivió un tiempo en el norte de África. Sería en Granada, durante 1539, cuando sintió el llamado de la fe absoluta, total y pura.
Ahí, luego de escuchar una plegaria de Juan de Ávila – elevado a santo en su momento – fue cuando lanzó unos gritos, reconociéndose como pecador y de inmediato vendió su pequeña librería y repartió el dinero entre los pobres. Tenía 39 años e ignoraba que le quedaban 16 de vida.
Luego de esa epifanía, empezó a correr por las calles, desnudo y recibiendo palos y pedradas, hasta ser recluido en un manicomio. Pasó largo tiempo en esos sitios hasta que Juan de Ávila le invitó a gastar sus energías en una verdadera “locura de amor”.
Algunos historiadores sostienen que padeció y superó una enfermedad mental; otros afirman que se fingió loco para ponerse a prueba a él y a su prójimo, imitando a San Simeón, personaje que inspiró a Buñuel la trama de “Simón del desierto”.
Juan de Dios fundó varios manicomios y mejoró el trato a los residentes: su experiencia previa en ellos fue fundamental, aunque hay testimonios de que fue mal administrador y, poco antes de su muerte, casi no salía a la calle para que no encontrarse con gente a la que le debía… También le tocó un incendio y salvó a varios reclusos padeciendo varias quemaduras, por lo que también se le considera protector de los bomberos. Falleció luego de que trató de salvar –inútilmente- a un joven caído a un río helado el 8 de marzo de de 1550, día de su cumpleaños.
Su primer hospital lo construyó junto con dos hombres que se odiaban, ya que uno había asesinado al hermano del otro. Logró volverlos amigos y Antonio Martín, uno de ellos, sería el heredero en la empresa.
Repaso su vida sin ninguna irreverencia. Usted puede corroborar esta información en Internet o, de preferencia, en un libro docto de santidades. Lo que me encanta de este personaje es su humanidad; no sólo en el sentido humanitario de hacer el bien, si no de su existencia llena de calamidades, equívocos y confusiones, similares a las que enfrentamos a diario todos los mortales. ¿O no es así?
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