domingo, 29 de noviembre de 2009
Despacio y con buena letra
Claude Levi-Strauss decía – ¡y en los años sesenta!- que cada vez tardamos más tiempo en volvernos adultos. La modernidad fluye tan veloz que no alcanzamos a asumir los cambios.
La Segunda Guerra Mundial se divisa muy remota y apenas va cumplir 70 años de acontecida, edad promedio de un ser humano y una generación completa. Todavía en 1901reinaba en Inglaterra la Reina Victoria y la palabra “victoriano” nos remite a un mundo puritano, de anchos vestidos, buques de vapor y hombres con bastón de bolita.
En ese ambiente de eternos pre-adolescentes, vale la pena comentar lo aterrador de descubrir tantas faltas de ortografía en la vida diaria, hoy que existe mayor escolaridad.
El ejemplo más dramático se da en la televisión, cuando la gente envía mensajes de texto donde hace gala de esa carencia, carencia que vuelve confusas e ininteligibles algunas expresiones. Y no censuro las abreviaturas, que a fin de cuentas cumplen con la función de ahorrar tiempo ante un teclado minúsculo.
Todavía hace veinte años, era común ver la letra manuscrita, que luce elegante en los documentos antiguos y las cartas de los abuelos. Resulta curioso confirmar que ese tipo de letra, garigoleada, llena de ondas y giros versallescos, surgió de una manera similar al lenguaje de los SMS de los celulares: sí, la “letra pegada” se inventó para que la gente pudiese escribir lo más rápido posible, plasmando las palabras de un solo trazo en un papel sin renglones.
No por eso la gente caía en la flojera mental de no buscar la letra correcta con el pretexto de la urgencia. Muchas personas de origen humilde, con una escolaridad de primaria a veces inconclusa, solían jactarse de tener letra bonita y una ortografía aceptable.
Si bien existía un mayor analfabetismo funcional – o sea, individuos que sabían leer y escribir, pero que practicaban de manera escasa esas habilidades por su género de vida, por ejemplo en el campo – existía un respeto profundo por la comunicación holográfica. No era raro que, si usted le preguntaba a alguna persona sencilla si sabía leer y escribir, dicha persona contestara con una frase ya hecha que explicaba las dos cosas, las dos condiciones y los dos méritos: “Despacio y con buena letra”.
Octavio Paz decía que el poeta, con letra clara, escribe sus verdades oscuras. Hoy cunde el imperio de la letra súper clara, evolucionada por motivos electrónicos, capaz de atrofiar y confundir los significantes.
Los griegos usaban para escribir un punzón llamado stylos… de ahí viene decir que la gente con excelente prosa cuenta con un buen estilo. El nombre de un objeto manual se volvió, con el peso de los siglos, en un concepto abstracto y peculiar.
Cierta ocasión, una amiga me regaló una antigua pluma metálica que incluía tintero y papel secante. Llegué a la casa a presumirla a mis padres y recuerdo que mi mamá la tomó y, con gesto de niña aplicada, luego de sumergirla en la tinta, comenzó a escribir en una hoja las letras ABC, abc, ABC, abc, llenando el renglón como si fuera una plana dictada por la maestra… Mi padre, con una sonrisa y casi de un solo trazo, llenó otro renglón de traviesos óvalos y espirales, esos ejercicios que las maestras de antaño imponían a los escolares, todo con el propósito de ejercitar la mano para el arte manuscrito.
A lo mejor, ese breve lapso que se necesita para llevar la pluma al tintero y luego al papel, hacía que la gente se detuviese a pensar, no sólo que estaban escribiendo, si no también, como lo estaban escribiendo. Y, con mucho orgullo, sabían hacerlo despacio y con buena letra.
domingo, 15 de noviembre de 2009
La muerte del libro
Paul Valery decía algo aterrador: « Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido.» Aquí el insigne maestro francés dio en el blanco. Nunca se imaginó que el principal enemigo del libro hoy sería el llamado e-book. La tecnología siempre se devora a si misma.
Al principio se pensó que nadie aguantaría leer un texto largo en pantalla. En aquel tiempo, la mayoría de las pantallas eran de un cuarzo tipo “cánsame-la-vista” y luego evolucionaron a las llamadas LCD.
Lo que no imaginamos fue que los humanos evolucionaríamos y la nueva generación, aquella que se educó con game boy y celulares, no tendría empacho en exigir una pantallita propia para enterarse del alma del mundo.
Vivimos la generación Tweeter, los hijos del estado Facebook. Hay novelas recientes que tienen ese estilo telegráfico, donde los capítulos más parecen un “post” que la síntesis de una existencia y su drama.
La actriz británica Emma Thompson estuvo apunto de celebrar el funeral del libro cuando intentó comprar la novela de Austen Sensatez y Sentimiento y alguien se lo impidió. Su esposo, un compuloco de mediado de los 90s, le dijo que no se preocupase, que él la bajaba de Internet y luego se la imprimía en ese momento. Que maravilla.
El funeral del libro se pospuso cuando se acabó la tinta de la impresora. Bueno, ella se quedó con lo que alcanzó imprimirse. Al intentar irse a un café o un bosque a leerlo, Emma Thompson descubrió que era muy incómodo cargar con el mamotreto de hojas, casi con aspecto de expediente judicial, listo para volarse a la primera ráfaga en Hyde Park. No hay nada como un libro de encuadernación agradable, oloroso a bosque y con tipo de letra amigable con la pupila.
Hay gente que nos manda o exige los escritos en letra Arial, porque les parece elegante. No se han dado cuenta que es una letra muy cansada, sobre todo si se va a leer largo rato. La Arial no tiene “patines”, esos diminutos espolones que poseen algunas letras, como por ejemplo, los que existen en la base y la cima de la “l” minúscula de su periódico NOROESTE.
Esos pequeñitos patines nos ayudan a identificar rápido la letra y no agotarnos tanto al leerla. ¿Se había fijado usted en eso? Las cosas pequeñas hacen la diferencia.
Los nuevos e-books pueden cambiar la letra del libro que usted lea por la que a uno le de la gana, incluyendo el tamaño. Eso sí: cuando usted en su casa quiera acomodar la pata chueca de una mesa, o matar una mosca, no va a poder acudir a su libro electrónico. Tampoco podrá leer con él en su baño. (Juro que conozco a un escritor que compra Selecciones del Readers Digest y les arranca las hojas para pegarlas en el azulejo: así no deja de leer mientras usa la regadera)
En su momento se dijo que con el cine y la radio la gente ya no leería nada. El libro ha soportado incluso un tiempo donde dejó casi de existir como objeto. Sí, recordemos el incendio de Alejandría y la oscuridad de la Edad Media, donde el libro sólo se conseguía en los monasterios o como desperdicio en las tiendas de paños… así Cervantes se encontró el manuscrito del Quijote, como recordará usted si acaso ha leído el libro.
Creo que el libro clásico, tal como lo conocemos, va a aguantar un rato. Para empezar, no ocupa energía eléctrica y por lo tanto no contamina y es altamente reciclable. Nadie corre riesgo de que se le agote la batería en un momento de ocio, sin acceso a fuente de poder. Bueno, ¿hay para la mente mayor fuente de poder que un libro? Están la fe, el deporte o el yoga, pero sólo los libros pueden tumbar malos gobiernos y liberar a los oprimidos de cualquier tipo de dictadura.
lunes, 9 de noviembre de 2009
Sin tetas - y con drogas - no hay paraíso
Hace unos días estuve en la Ciudad de México dando una charla en un encuentro de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano, institución fundada y apoyada por Gabriel García Márquez para impulsar el desarrollo de los nuevos periodistas a escala continental.
Gracias a Jaime Abello, Tanya Escamilla y Cristian Alarcón, me tocó colaborar con un grupo de escritores y analistas del fenómeno de la violencia, además de casi treinta periodistas becados por la fundación en toda América Latina… Era una Babel multicultural, unida por un mismo reto y un problema similar.
Entre mis compañeros de mesa, me tocó compartir el espacio con Gustavo Bolívar, escritor colombiano que saltó a la fama desde hace rato con la telenovela “Sin tetas no hay paraíso”… Quizás usted la conoce.
Gustavo ha tocado ahí el tema de la narcoviolencia. La telenovela ocurre en la ciudad de Pereira, menos mencionada que Medellín, pero igual de conflictiva.
Su presencia fue en un principio difícil de concertar, ya que tiene una agenda muy complicada, pero pudo darse tiempo y asistió. Juro que cuando estábamos en la mesa redonda, frente al público, en ocasiones escribía en su Lap top algunas escenas de su historia. Yo estaba sentado a su lado y alcance a atisbar la pantalla con formato de guión.
Antes de esa telenovela, nos contó Gustavo que armó una historia con puros personajes de la vida real y el bajo mundo. Allá les llaman “sicarios”, en vez de los adjetivos que usamos por acá. De hecho, a las nuevas novelas policíacas de Colombia –novelas de papel, aclaro, no las de la tele – la crítica especializada les llama “Novelas de sicariato”.
Tomó a varios tipos de la calle que se volvieron estrellas y armó un serial dramático con ellos. Les fue muy bien por unos años… hasta que hubo un cambio de canal y de programación, por lo que Gustavo se vio obligado a recortar, en menos de una semana, dicha producción televisiva.
Los personajes tuvieron que volver a la vida normal. Y no habían ahorrado ningún cinco. Pensaban que la fama y la fortuna serían, a partir de entonces, un producto permanentemente asequible durante toda su existencia.
A los pocos meses, los artistas en banca rota mandaron llamar al guionista que los había vuelto figuras del mundo del espectáculo. Querían plantearle un asunto. Gustavo asistió entonces a la reunión.
No tenían nada contra él. Quería explicarle su problema. Había sido imposible volver a la delincuencia. Cada vez que intentaban realizar un atraco, “el cliente” los identificaba y les pedía que le dieran un autógrafo, cosa a la que se veían obligados a realizar. Así de plano. Imposible volver al robo callejero de ocasión.
La respuesta mediática era de esperarse, pero más en un país como Colombia. Allá las personas que ejercen la delincuencia organizada gustan de aparecer en los medios. No son como aquí de invisibles y herméticos. Dan entrevistas, aparecen en documentales extranjeros, incluso graban discos cantando canciones mexicanas.
Gustavo Bolívar tiene una postura muy rígida, catalogada de fundamentalista: él no hace apología de ese fenómeno social y lo censura de forma definitiva. Para él, toda aquella persona que fuma un cigarrillo de cannabis es cómplice de las muertes que se dan en la calle. No admite, en su código personal, posibilidad de punto de acuerdo.
Otros participantes tuvieron posturas muy diversas. Desde propuestas a la legalización, aunque el colombiano Francisco Thoumi, quien ha sido asesor de la Naciones Unidas en este asunto, afirma con cifras y gráficas que ese camino no resolvería mágicamente el problema de violencia en Colombia: ni siquiera en pocos años después de aprobarse... Este es un detalle digno de analizar y reflexionarse con mucho detenimiento y cuidado.
domingo, 1 de noviembre de 2009
Los mil y un velorios de Mirla Osuna
Hace varios años que he contado con la amistad de un personaje clásico de la vida universitaria y de la muerte mazatleca: desde que conozco a Mirla Osuna no es rara la ocasión en que no me la encuentre rumbo a un evento artístico o a un velorio.
Sí, mi amiga es una persona cuya agenda cuenta mensualmente con tres o cinco ceremonias funerales. Y, de darse el caso, se traslada a sitios foráneos. Una vez viajó a un funeral en Colima, pero como la persona siempre no falleció, se quedó un mes allá en espera del desenlace, cosa que, en efecto, así sucedió.
Durante las honras de la muerte, Mirla despliega una especial destreza en los protocolos de esas difíciles circunstancias. Prepara café; asesora a los familiares traumatizados por el suceso; reconcilia a los hermanos enfrentados y pone en paz a borrachos o demás asistentes que caen en la indisciplina. Su valiosa presencia es inquebrantable y no es escasa la ocasión en que se amanece con los deudos, acompañandolos hasta el último momento.
Cuando fallece una persona de escasos recursos, organiza de inmediato la colecta. Una vez se ofreció una situación urgente y se armó un esquema donde los amigos cercanos teníamos que dar a fuerzas 500 pesos para apoyar en la desgracia a un amigo. Y a ver como los conseguíamos. Nada de que no tengo, ando muy tronado, esta semana no me pagaron, etc...
Tan fiel es en esa práctica que su antigua cenaduría, ubicada en una entonces solitaria y silenciosa Plaza Machado, era llamada por los asistentes “El velorio feliz”, nombre con el que se consignó en artículos periodísticos aparecidos en Europa, Estados Unidos y Australia.
A veces, al enterarse de algún fallecimiento, cerraba su negocio y tomaba un auriga para estar en el sitio, escoltada por no pocos de sus clientes, los cuales se iban a seguir la charla en alguna colonia popular o en las funerarias locales, todo según fuese el caso.
En su momento, le decían la Rigoberta Menchú de la Lázaro Cárdenas, ya que siempre estaba presente en las luchas sociales, haciendo gala de su vestimenta típica mexicana, huipiles o rebozos de índole prehispánica, los cuales fueron su uniforme reglamentario, incluso en una era anterior al redescubrimiento de Frida Kahlo... Usaba una bicicleta color rosa y todavía no es raro verla en las calles del centro histórico con sus trenzas al vuelo.
Yo la conocí en 1984, en un homenaje luctuoso a Pablo Neruda, tocando las percusiones junto al trovador salvadoreño Leo Vides, mi maestro de sociología en la prepa de la UAS. Y cuando uno de los pocos eventos locales sobre el Día de Muertos era realizado por la Universidad, Mirla ahí estaba, confeccionando la ofrenda en las oficinas de la Casa de Estudios, muchos antes de que el común de los planteles realizasen el actual carnaval necrofílico. La mayoría de los objetos rituales y artesanías populares pertenecían a su particular colección.
Hace quince años (la conozco desde hace más de veinticinco), publiqué en una revista un artículo similar a éste, recreando y retratando a tan ejemplar y auténtico personaje. Si bien lo tomó a broma, hace días le solicité permiso para volver a retratarla en estas páginas, cosa que aceptó, sólo que con una breve condición:
Que dejase muy en claro que ella es una persona asidua a los velorios no porque tenga un gusto enfermizo por ellos o encuentre un goce especial en eso. No: Mirla va a los funerales porque es una obligación que todos tenemos con las personas que conocemos y mantenemos algún tipo de relación cercana. Así de sencillo.
De la misma manera que vamos a las bodas y las fiestas, apartando la fecha y estrenando un cambio, también debemos ir a los sepelios, asumiendo todas las incomodidades emocionales y de horario que eso implica. Nada de que “eso no me gusta”. Si eres amigo de alguien, pues hay que serlo en las buenas y en las malas.
Eso, creo yo, es una reflexión digna de mantener. No sólo hoy, Día de los Fieles Difuntos, si no también en todos los días en que nos mantengamos con la gracia y el milagro de la vida. Y estoy seguro que Mirla siempre será una excelente amiga.
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