lunes, 26 de octubre de 2009
Arbol Adentro (Crónica para mazatlecos nostálgicos)
Los árboles siempre mueren de pie. En el pasado vendaval encarnaron a las víctimas más evidentes y dramáticas del estruendo de la naturaleza. Nunca veremos un poema más bello que un árbol, decía Ezra Pound, quien se dedicaba a la poesía, a la política y también a la locura.
Hace semanas, compartí una crónica de una estancia en Acapulco. Por razones de espacio, no incluí una de las gratas cosas que me sorprendieron. Quizá sea por el distinto clima que en aquel puerto abundan las ceibas, pero lo relevante es que todas tienen una placa metálica con una advertencia: Ceiba tropical, patrimonio cultural e histórico del puerto de Acapulco. Prohibido mutilarla.
En Mazatlán nos quedan muy pocas ceibas. De hecho, desde hace décadas, la gasolinera que tuvo ese nombre ya no contaba con ese atributo que diera nombre a la esquina.
La ciudad, cuando fue un minúsculo caserío lleno de lagunas, subidas y bajadas, abundaba en grandes árboles como ceibas, huanacaste e higueras. Vea usted el majestuoso árbol que sobrevive en el viejo edificio de la UAS en Alemán y Juárez; el de Ángel Flores frente a la CFE o los pocos que superviven en el Parque Zaragoza.
Cuando la ecología era un asunto que acontecía en otros países (o sea, a principios de los 80s), NOROESTE defendió los árboles del camellón de Juan Carrasco, a la altura de la Colonia Reforma. El periodista Juan Lizárraga lanzó una crónica furibunda ante la intención oficial de derribarlos, todo para hacer ahí un retorno y comunicar dos calles, las cuales hasta la fecha son poco transitadas.
Dice Ricardo Urquijo que, a la hora de reforestar, deberíamos acudir a los árboles locales, que son de nuestra cultura y alimentan a las aves y mamíferos de la región… Desde cierto punto de vista, el tan de moda olivo negro es como el palo blanco, de quien se decía sin justicia que ni florece ni enverdece, tan sólo ocupando el campo… Todos los viejos cazadores saben que en diciembre los venados se alimentan de la flor de este vilipendiado ser vivo.
Es verdad que las ceibas - tarde o temprano - tumban una casa, pero podrían plantarse en espacios abiertos, como el camellón del nuevo libramiento que se llama como un concesionario radiofónico. Ahí quedaría perfecta una rambla, nombre dado en España a esas calles amplias y arboladas, provistas de andén con bancas, pichones, malabaristas y puestos de rica nieve.
Y luego, ¿Qué tal si las parroquias hubieran plantado amapas amarillas en la Avenida Juan Pablo II? Ya cuenta con olivos negros, pero es una oportunidad perdida que en su momento nadie pudo prever.
Hay sitios que tienen parques con todos los árboles mencionados en la obra de Shakespeare. De tanto que mencionaba García Lorca a los olivos yo creí un tiempo que eran igual de grandes que su Romancero Gitano. Entre nosotros, Octavio Paz llenaba sus versos de chopos, abedules y pájaros, miles de pájaros… (Algunos de nuestros críticos, defensores de la llamada “Cortina de Nopal”, lo acusaban de extranjerizante porque escribía “sabino” en vez de “ahuehuete”).
Ojalá, en los nuevos fraccionamientos del norte de la ciudad, no se descuide la reforestación continua. Aun seguimos disfrutando del gran regalo de un filipino llamado Juan N. Machado.
A continuación, un fragmento del poema “Árbol adentro”, de Octavio Paz: Creció en mi frente un árbol, / Creció hacia dentro. / Sus raíces son venas, / nervios sus ramas, / sus confusos follajes pensamientos. // Tus miradas lo encienden / y tus frutos de sombras / son naranjas de sangre, / son granadas de lumbre. / Amanece en la noche del cuerpo. / Allá adentro, en mi frente, / el árbol habla. // Acércate, ¿lo oyes?
octava_dies@hotmail.com
domingo, 18 de octubre de 2009
Transylvannia Express
Estamos en temporada de vampiros. Flotan en el aire previo a las festividades de noviembre, la novedad de Crepúsculo y los recientes sucesos de la política nacional. Hay una Transilvania del espíritu que emerge de diferentes maneras en el ánimo.
Por el lado de las leyendas, la palabra Transilvania en mi niñez me despertaba un desasosiego peculiar. Saber que existía una región del mundo, catalogada como hábitat natural para los vampiros, irradiaba en mí las más diversas elucubraciones. Y como los vampiros no eran reales, la conclusión natural fue que ese país no existía, así como la Tierra Media de “Lord of the rings”.
Una vez leí que Jules Verne tenía un mapa inmenso en su oficina (¡usaba una oficina para hacer sus novelas!) donde trazaba las rutas de sus personajes a lo largo del globo terráqueo, entonces no del todo descubierto. La idea era buena y un día me puse a buscar en un atlas en que lugar del mundo estaba Transilvania. Por supuesto que no la encontré, confirmando así mi suposición. Quizás era un sueño o una pesadilla colectiva.
Transilvania aparecía lo mismo en Plaza Sésamo, Scobbie Doo, La Pantera Rosa o las películas del Santo, que en mis tiempos aún podían verse en el cine. Pero en los mapas no había rastros de ese bizarro país donde la presencia del ajo es un insulto social.
Hasta que un día tuve en mis manos un diccionario bien hecho - nada de esos que uno busca la palabra “Letrada” y te responden con que “Dícese de la esposa del letrado”, como fue el caso de la Real Academia… Descubro que Transilvania es una región de Rumania, un país que nunca apareció en las noticias por años, salvo cuando Nadia Comaneci ganó sus premios y, diez años después, al ser destronado Nikolai Ceausescu, dictador y vampiro mayor de esta cultura salpicada por el mar Negro.
Leí de adolescente “El hombre hueco”, clásica novela de John Dickson Clark, cuya escena cumbre acontecía en Transilvania, nada más que en este caso también era parte de Hungría. Bueno, no podía imaginar que Europa central tenía varios “países ferry”, que un tiempo fueron reinos independientes, luego Imperio Austriaco, al rato Alemania, y al final parte de Yugoslavia o del bloque soviético, sin moverse de su espacio, yendo de Oriente a Occidente con la gente dentro de sus aldeas. Eso si que fue sobrenatural.
Una vez imaginé una historia de suspenso que ocurriera en Transilvania. Siguiendo el ejemplo, me fui al diccionario y al mapa. Los nombres de las ciudades eran rarísimos, por no decir feos: Sibiu, Brasov, Cluj, Timiosara… sólo Bucarest sonaba normal. De la Segunda Guerra Mundial solo se registraba que tuvo el dictador pronazi Antonescu y ya era todo, salvo que luego el país se alineó al Pacto de Varsovia… Con tan poquita información ni siquiera podía escribirse un cuento de hadas, concluí. Transilvania continuaba inaprensible.
Hoy la Internet y los nuevos canales nos permiten, de vez en cuando, darnos una asomada a esos mundos perdidos. Sí, Transilvania fue arrasada por la dictadura de Ceaucescu: decenas de aldeas medievales fueron destruidas para darle paso a la modernidad, especialmente las de origen húngaro, para homogeneizar la cultura y la población. Típica propuesta de un déspota inseguro de su propio pueblo.
Aquí vivió Vlad Tepes, el empalador, y el irlandés Bram Stoker ambientó su infaltable Drácula. No hay mucha literatura sobre esta comarca, pero ha sido suficiente para darle un sitio en las pesadillas y evocaciones de todo el orbe.
Transilvania significa “Más allá del bosque”. En húngaro tiene el poético nombre de Erdély. ¿No es significativa la diferencia que pueden hacer unas pocas palabras
Por el lado de las leyendas, la palabra Transilvania en mi niñez me despertaba un desasosiego peculiar. Saber que existía una región del mundo, catalogada como hábitat natural para los vampiros, irradiaba en mí las más diversas elucubraciones. Y como los vampiros no eran reales, la conclusión natural fue que ese país no existía, así como la Tierra Media de “Lord of the rings”.
Una vez leí que Jules Verne tenía un mapa inmenso en su oficina (¡usaba una oficina para hacer sus novelas!) donde trazaba las rutas de sus personajes a lo largo del globo terráqueo, entonces no del todo descubierto. La idea era buena y un día me puse a buscar en un atlas en que lugar del mundo estaba Transilvania. Por supuesto que no la encontré, confirmando así mi suposición. Quizás era un sueño o una pesadilla colectiva.
Transilvania aparecía lo mismo en Plaza Sésamo, Scobbie Doo, La Pantera Rosa o las películas del Santo, que en mis tiempos aún podían verse en el cine. Pero en los mapas no había rastros de ese bizarro país donde la presencia del ajo es un insulto social.
Hasta que un día tuve en mis manos un diccionario bien hecho - nada de esos que uno busca la palabra “Letrada” y te responden con que “Dícese de la esposa del letrado”, como fue el caso de la Real Academia… Descubro que Transilvania es una región de Rumania, un país que nunca apareció en las noticias por años, salvo cuando Nadia Comaneci ganó sus premios y, diez años después, al ser destronado Nikolai Ceausescu, dictador y vampiro mayor de esta cultura salpicada por el mar Negro.
Leí de adolescente “El hombre hueco”, clásica novela de John Dickson Clark, cuya escena cumbre acontecía en Transilvania, nada más que en este caso también era parte de Hungría. Bueno, no podía imaginar que Europa central tenía varios “países ferry”, que un tiempo fueron reinos independientes, luego Imperio Austriaco, al rato Alemania, y al final parte de Yugoslavia o del bloque soviético, sin moverse de su espacio, yendo de Oriente a Occidente con la gente dentro de sus aldeas. Eso si que fue sobrenatural.
Una vez imaginé una historia de suspenso que ocurriera en Transilvania. Siguiendo el ejemplo, me fui al diccionario y al mapa. Los nombres de las ciudades eran rarísimos, por no decir feos: Sibiu, Brasov, Cluj, Timiosara… sólo Bucarest sonaba normal. De la Segunda Guerra Mundial solo se registraba que tuvo el dictador pronazi Antonescu y ya era todo, salvo que luego el país se alineó al Pacto de Varsovia… Con tan poquita información ni siquiera podía escribirse un cuento de hadas, concluí. Transilvania continuaba inaprensible.
Hoy la Internet y los nuevos canales nos permiten, de vez en cuando, darnos una asomada a esos mundos perdidos. Sí, Transilvania fue arrasada por la dictadura de Ceaucescu: decenas de aldeas medievales fueron destruidas para darle paso a la modernidad, especialmente las de origen húngaro, para homogeneizar la cultura y la población. Típica propuesta de un déspota inseguro de su propio pueblo.
Aquí vivió Vlad Tepes, el empalador, y el irlandés Bram Stoker ambientó su infaltable Drácula. No hay mucha literatura sobre esta comarca, pero ha sido suficiente para darle un sitio en las pesadillas y evocaciones de todo el orbe.
Transilvania significa “Más allá del bosque”. En húngaro tiene el poético nombre de Erdély. ¿No es significativa la diferencia que pueden hacer unas pocas palabras
domingo, 11 de octubre de 2009
El Arpa y la Sombra
Don Alejo Carpentier –brillante escritor cubano, de prosa barroquísima y sabor tropical – hizo en sus últimos años una divertida novela en la que narra uno de los sucesos olvidados de principios del siglo XX: la propuesta de volver santo de la Iglesia Católica a Cristóbal Colón.
Sí: existía la firme intención de hacerlo, ya que se decía que su gran milagro era haberle llevado la cristiandad a media parte del mundo. La propuesta no prosperó por varios motivos, entre ellos que el Signore Colombo nunca tuvo una vida pía, dejó hijos naturales sin protección ni reconocimiento, además de jamás haber realizado el menor milagro sobrenatural.
Fue una propuesta surgida porque, a pesar de las grandes obras evangelizadoras, en el continente americano, éste podía presumir muy pocos santos. México durante décadas solo tuvo a San Felipe de Jesús, mientras que en Suramérica estaban San Martín de Porres y Santa Rosa de Lima, entre los más conocidos.
Históricamente, había dos motivos para esa situación: uno fue que la candidaturas de santidad ya entonces eran más revisadas y exigían mayor tiempo que en la Edad Media.
Difícilmente alguien que iniciaba una causa la veía concluida. Los tribunales del Vaticano son muy exigentes e incluso tienen una lipsonoteca, nombre que se la da al sitio donde se guardan restos o fragmentos de osamentas de santos. Es un requisito contar con una evidencia física de su cuerpo.
El otro es porque la iglesia estaba preocupada por un continente donde, durante un mismo siglo, se ejecutó a un príncipe europeo y varios sacerdotes (Hidalgo, Morelos, Matías Delgado en Centroamérica) se alzaron en armas contra los poder reales.
En la novela, vemos a modo jocoso el juicio de Colón, donde el Abogado del Diablo (así se le llama al sacerdote que objeta la causa de algún candidato a los altares), luego de descalificar al gran almirante enumera la alta cantidad de mártires americanos, especialmente en Zacatecas, mencionada con varios candidatos.
Sinaloa desde hace años tiene un candidato, aunque don Alejo no lo menciona en su libro: Hernando de Tovar, quien fue torturado por los indígenas tepehuanes y de quien se conserva la tapa de su cráneo, el cual fue usado como vasija por sus verdugos. Hernando de Tovar nació en Culiacán y era hijo de doña Isabel de Tovar, quien inspiro el primer poema hecho en México: “Grandeza Mexicana”.
Como es nuestra obligación ser sincero, debo advertir al lector que la novela es de una lectura un poco difícil, de inicio lento y lenguaje lleno de cultismos, aunque al final la situación se desenvuelve más ágil y el juego de Carpentier con la historia arranca la carcajada por su desenfado.
Cada año se dan las manifestaciones de grupos indígenas e indigenistas en el monumento de Colón con un acto de repudio a su acción. Por el lado de los castellanistas, están las réplicas de que, de no ser por la Corona Española, nuestro destino hubiese sido otro.
Está comprobado que a Colón se le mandó poner cadenas cuando intentó esclavizar a los indígenas sin permiso, ya que ante la falta de hallazgos de oro en los primeros tiempos del descubrimiento, intentó compensarlo con mano de obra barata.
Si usted le reclama a un español con la frase de que “sus antepasados nos esclavizaron” él responderá con un discurso que ya tiene listo: “No señor, mis antepasados se quedaron en España y por eso nací allá. Los de USTED son los que esclavizaron a su pueblo”.
Vale la pena reflexionar siempre ambas caras de la moneda al llegar esta fecha. El encuentro de dos culturas y el encuentro de dos barbaries que, muchas veces, fueron una sola y aun siguen haciéndose la misma eterna pregunta.
martes, 6 de octubre de 2009
El imperio de los sinsentido
Vivimos el imperio del ruido. Hemos vuelto a ser trogloditas. Usted puede ir a muchos cafés o bares de Mazatlán y su rato de esparcimiento, solaz o relajación, puede verse de súbito cancelado por la estruendosa música que ponen algunos meseros, verdaderos dueños, amos y señores del negocio.
Esta dependencia a los estímulos auditivos extremos ya debe de acabarse. Si usted le pide al mesero que quite o le baje un poco al sonido, él se va a ofender, diciendo que la música es para los clientes... Aunque usted y sus acompañantes sean los únicos consumidores, dicho empleado -cuya principal obligación es atenderle- a partir de ese momento hará todo a regañadientes.
Me asusta la ingenuidad de ciertos meseros –no todos, por supuesto - de pensar que, teniendo música de banda a todo volumen, la gente entrará en aglomeraciones al sitio. De por si, algunos atienden con desgano si uno se le ocurre ir a consumir a la hora en que ellos están descansando, acaban de llegar o simplemente se encuentran concentrados en galantear a la cajera o una clienta solitaria.
La semana pasada fuimos a un bar clásico de un famoso hotel de la ciudad. Entiendo que a la raza le gusten las cumbias picaronas con chistes de doble sentido, pero no es el escenario ideal para un grupo de parejas que han decidido encontrarse para conversar y consumir. Si ya no tienen música de piano grabado, de perdida que nos pongan tríos o las grabaciones clásicas de don Cruz Lizárraga, Ramón López Alvarado o Luis Pérez Meza.
Claro que no estoy contra nuestra banda. Pero hay que saber elegir. Si estamos un grupo de treintañeros reunidos, es justo que no nos endilguen reguetón o Daddy Yankee. Acaban de remasterizar a la Beatles, ¿no se han enterado?
El problema no es sólo en donde sirven bebidas y alimentos preparados. Hay centros comerciales de cadena en las que a veces nos ponen cada mamarrachada. La música de supermercado también se está extinguiendo. Hemos perdido a Paul Mauriat, Yanni o Vangelis, que antaño fueron los ambientalistas oficiales del departamento de Blancos, Frutas y Verduras o Salchichonería y Lácteos.
La canción de Diana Reyes, “La Socia”, tiene una ironía que no me desagrada, pero una vez, mientras compraba manzanas, alguien puso en el sonido ambiental una canción con el mismo tema, pero de letra más soez y con una voz que no se compara con lo bien modulada de la Sra. Reyes. Incluso el gracioso empleado le subió el volumen. ¿De donde son esos cantantes? ¿Son de una loma? ¿Vocalizan en el llano?
Ahora lo “in” es el concepto “lounge”: que la gente llegue a relajarse, tomarse el café o la copa en un ambiente sereno. Eso le gusta lo mismo al turismo nacional que a los extranjeros. Para otro tipo de ambiente existe el concepto del Lienzo Charro.
Pensar que Mazatlán tuvo una gran tradición de pianistas y organistas qué, por si mismos, mantenían vivos los negocios y esparcían un sonido refinado. El señor Salvador López Sánchez tenía hasta un programa de radio en la RJ, a pleno mediodía, llamado “Recordar es volver a vivir: vivamos recordando”. ¿Se acuerda usted de él?
No olvidemos a Chava Núñez, Tico Andrade, el señor Oropeza y Tony Álvarez, quien vivía en el segundo piso de la casa de Carla y, todos los días, a las ocho de la mañana, tocaba la melodía de “The Entertainer”… más conocida como el tema musical de la película “El Golpe”.
García Márquez -actualmente en revision- decía que su máximo deseo era ser un pianista de un bar, para estar tocando su música mientras las parejas alrededor de él pudiesen enamorarse. ¿No sería bueno lograr que, con un buen servicio, los turistas volvieran a enamorarse de Mazatlán? La verdad nos urge a todos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)