domingo, 3 de mayo de 2009

Del mito al mitote



"La llegada de Ángela Peralta a Mazatlán",
cuadro de mi amigo Antonio López Sáenz.
Con la ópera, también llegó la Fiebre Amarilla.

Está confirmado que, en el año de 1902, la totalidad de las mujeres de Mazatlán comenzaron a usar ropa interior gracias a la epidemia de fiebre bubónica. Esto no es ninguna broma de mal gusto: es un dato fehaciente que el Dr. Martiniano Carvajal destacó en su informe a las autoridades sobre su lucha contra la peste negra.


Además de pelear contra el flagelo de la pandemia, el doctor tuvo que enfrentar enemigos más rápidos que un virus y que aún siguen activos: los mitos y el mitote.

Si bien la gente de nuestra ciudad tenía un nivel de escolaridad muy alto para la época, muchos se negaron a aceptar los medicamentos gratuitos ofrecidos por el gobierno y la comunidad de extranjeros, encabezado por los inmigrantes alemanes, siempre primeros en dar la mano en tiempo de crisis.

El argumento era porque seguramente esos medicamentos contenían veneno para acabar de una vez con la pandemia. ¡La sabiduría popular sostenía que, de ser medicinas reales y efectivas, nadie las hubiese regalado!

Tuvieron que tomarse una fotografía todos los médicos de la ciudad, afuera de la Droguería Canobbio, con el brazo levantado, para demostrar que el suero hiperinmune de Yersin no era tóxico. La publicó “El Correo de la Tarde” en su primera plana.

En aquellos tiempos, la ciudad no tenía pavimento. El ambiente era insalubre y las marismas se rebosaban continuamente. El Doctor Martiniano Carvajal, con todo y el pudor de la época porfiriana, impulsó el uso de los calzones de una manera parecida a como se insiste hoy con el cubrebocas.

Muchas mujeres, especialmente de las clases humildes, usaban faldas grandes y no solían portar la prenda interior en tiempo de calor. Al llegar su periodo menstrual, las damas se volvían más susceptibles a infecciones... Sume usted la promiscuidad de la época en los barrios populares.

Luego llegó la prohibición de los velorios, que eran auténticos focos de infección. La gente se negó a entregar los cadáveres de las mujeres gracias al rumor de que los enterradores se dedicaban a violar los cuerpos… El rumor, el rumor. Siempre han sido el fundamento de toda la ignorancia.

Toda generación que olvida el pasado está obligada a repetirlo y eso es lo que sucede ahora. La salud se basa en prevención, no sólo en remedios. Los rumores de que vivimos una conjura para remover la economía mundial me recuerdan a quienes, hace veinte años, juraban que el SIDA era un invento de los fabricantes de condones, aliados con grupos ultraconservadores de Estados Unidos, enemigos de la cultura homosexual.

Nuestras epidemias comenzaron por no vigilar y atender a tiempo. La gran fiebre amarilla donde murieron la soprano Ángela Peralta y cientos de mazatlecos en 1883 inició porque no se hizo una inspección sanitaria al vapor Newburg, donde venía un pasajero enfermo de Guaymas a quien nadie le prestó ayuda y atención.

A estas alturas, el país ya está enterado de que lo debe hacer y no hacer. Pero veo que, mientras mas información, mayor desinformación. Evitar rumores no confirmados es una manera de que no cunda el mal. Cierto que en este país durante años hemos desconfiado de los políticos y la manera que manejan la información, pero no hay que dar crédito a todos los correos electrónicos

Hablar de inicios del siglo pasado es poner el dedo en la llaga de nuestra actualidad. El problema es que no hemos cambiado nuestra forma de pensar y de actuar. Vea los periódicos en la hemeroteca: las mismas quejas sobre escurrimientos de drenaje, plagas de mosquitos y agua lodosa en las tuberías. Escasos años después de nuestra epidemia, la fiebre del tifo acabó con más habitantes que la propia Revolución Mexicana.

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