domingo, 14 de agosto de 2011

Escuchando a Joaquín Rodrigo: mi primer concierto




A mi siempre me acompañó la música.

La primera vez que escuché algo distinto de don Joaquín Rodrigo, uno de mis compositores favoritos modernos, fue en un concierto del Canal TRM transmitido en vivo allá por 1983: a través de esa pantalla tuve mi encuentro iniciático con su “Fantasía para un Gentilhombre” para guitarra y orquesta.

Digo distinto porque, en esa época, a cada rato veíamos un vulgar comercial de una mueblería del DF que -de seguro sin pagar derechos de autor- usaba el Concierto de Aranjuez de Rodrigo para mostrar sus juegos de sala, cocinas integrales y barras de cantina domésticas.

Desde entonces, he frecuentado la música de un autor que se ha vuelto un soundtrack intermitente de mi existencia y casi he comprado todas sus grabaciones, aunque la primera fue una versión para flauta transversa de la “Fantasía” que grabé en casette, gracias a Luis Homero Lavín, mi primera amistad melómana en Mazatlán y mayor que yo por más de 30 años.

Me reconcilié con el Concierto de Aranjuez cuando, al cumplir 17 años y, con el práctico dinero que prefería en vez de una incómoda celebración, me compré un disco LP con la versión de Alexandre Lagoya donde dicha versión venía escoltada por Fantasía para un Gentilhombre. Esto era en “Ocean Records”.

Era fascinante el tono confidencial de la guitarra, el susurro de los cellos y la orquesta apareciendo en el momento preciso con ecos de pajarerías, trino de feria o chiquillerías de percusiones al ritmo ecuestre del primer movimiento. El tercer movimiento me arrobó por sus picardía sutil y a la fecha sigo sin soportar al segundo, que es el más usado aún por la televisión comercial.

De las pocas personas con las que yo hablaba de música era con mi tío Martín, entonces estudiante de arquitectura en la UNAM, quien en sus vacaciones pasaba sesiones conmigo escuchando mis pocos y preciados discos. Poco después de ese encuentro con Aranjuez, y ya recién graduado mí tío, lo visité dos semanas a finales de 1987 y el último día hizo un gran esfuerzo para llevarme a escuchar a la OFUNAM en la Sala Netzahualcóyotl.

Y digo gran esfuerzo porque nunca olvidaré esa rauda mañana de domingo en la que Insurgentes me pareció un gran freeway gringo, manejando él a gran velocidad e ignorando dos semáforos, luego de haber checado la cartelera en la prensa y descubrir que nos quedaba el tiempo justo para ir al concierto y, luego al final, pasar a dejarme a la central camionera… Había una fila inmensa a la que pacientemente nos agregamos y el ánimo se nos vino al piso cuando el altavoz anunció que dentro de 15 minutos se iba a cerrar la sala.

Esperanzados, vimos que una familia junto a nosotros -aunque en un punto más cercano a la taquilla, dado que la fila tornaba como un caracol-, decidía huir al percatarse de lo inminente del cierre, pero nosotros tomamos el sitio vacante gracias a su compasiva condescendencia y espíritu de esperanza…

Cosa de milagro fue que la fila avanzó más rápido y, contra todo lo esperado, mi tío consiguió los boletos y entramos a la sala al justo cierre de la puerta, sentándonos en el espacio del coro, mientras por el escenario aparecía el guitarrista Alfonso Moreno quien, luego de la ovación, inició mi primera audición en vivo del “Concierto de Aranjuez” de Joaquín Rodrigo.

Más tarde asistiría a varios conciertos en vivo aquí en Mazatlán, incluso una versión del Aranjuez con Heriberto Soberanes, y he conseguido grabaciones de toda la obra de Rodrigo. pero ese primer concierto sigue resonando en cada partícula de mi memoria. Y si a veces me falta humor para asistir al teatro, evoco ese momento cuando ir a un concierto era viajar a otra ciudad y aparte sobrevivir a toda una odisea para llegar a sus primeras notas... Aún no dejo de escucharlo a cada momento.

sábado, 6 de agosto de 2011

En Huasca de Ocampo







Acabo de volver de Huasca de Ocampo, Hidalgo, pueblo mágico donde participé en un encuentro de creadores del Fondo Nacional de las Artes donde funjo como tutor de novelas. He aquí mis impresiones de la región en el terreno turístico. (El del encuentro de las diversas tribus de escritores, pintores, coreógrafos y artes en ascenso me llevaría toda una novela).

Las actividades fueron en la inmensa e inundada Hacienda de San Miguel Regla, terrorífico recuerdo del Conde de Regla, Pedro Romero de Terreros, amplio hotel en cuyo centro yace el antiguo casco, inundado a manera de lago artificial, por el cual uno puede remar bajo los árboles musgosos y entre los patos crocantes... Es tan peculiar que han filmado ahí varias películas de terror,

Nos tocó una boda de postín el sábado, realizada en la Iglesia dedicada a San Miguel Arcángel que está a la entrada y me sorprendió que durara tanto la ceremonia… luego supe que el novio se tardó dos horas en llegar a la cita y por eso los invitados estuvieron tanto tiempo afuera del templo, sin saber si entrar o volver al rato.

Por fortuna, el domingo tuvimos mañana libre y bajamos a la barranca vecina donde están los prismas basálticos, formaciones rocosas de amplias figuras rectangulares donde una cascada irrumpe con gracia. Si bien el sitio ya luce un poco “teoticahuanizado” -por la cantidad de puestos que venden cosas ajenas a la cultura de la región,- la visión del torrente y su frescura pagan el viaje.

De ahí, la visita obligada era ir a Huasca a disfrutar la barbacoa, el pulque y los mixiotes, y si bien un taxi nos cobraba 60 pesos, un amable señor nos dijo que yendo en lancha a través de la presa que cubre otra vieja hacienda nos ahorraríamos un buen trecho de camino, además de la mejora del paisaje. En efecto, por diez pesos por persona emprendimos el recorrido lacustre y el lanchero nos paseo cerca de la chimenea de la hacienda, único punto visible del viejo esplendor.

Cerca de Huasca hay un Museo de los Duendes, ya que en esa región hubo muchas minas e ingenieros británicos que vivieron por décadas con sus familias, las cuales trajeron de allá sus creencias.
También el gusto por los “pastes”: unas empanadas de hojaldre a las que les ponen salchicha, arroz con leche, carnita de puerto e incluso mole.

Lo que quiero recalcar es que la gente era muy servicial, pero no a la manera de los estados del sur, donde son de una cortesía natural de nacimiento hacia el visitante y hasta el tono de voz revela esa educación. Parece ser que todos estaban conscientes de la necesidad no sólo de atender bien al turista, sino de ayudarlo a ahorrar, encontrar lo mejor y sentirse en confianza.

El boom de Huasca es reciente, aunque siempre tuvo un público fiel entre habitantes del centro del país. Un amigo filmó una película ahí hace años y dice que la producción acabó diciéndole “Guácara de Ocampo” por lo aburrido que era antes. Hoy tienen tirolesas, gotcha, buenos restaurantes y tiendas de golosinas.

De regreso a Mazatlán, mi vuelo nocturno llego muy demorado y, para no exponer a mi familia, me vine en un taxi del Aeropuerto que no me encendió el aire, se vino a una velocidad agresiva llenándome de polvo por las obras inconclusas de ambos puentes a la entrada de la ciudad y ni las buenas noches me dio al dejarme en casa. Así, ¿cómo vamos a levantar Mazatlán?

Para la otra, mejor le doy una lana a un vecino que tiene vehículo y necesidades... Quizás falta que nos den algunos cursos para recordar que hasta los viajeros locales requieren atención. O que conozcamos la verdadera pobreza y entonces, ahora sí, cuidemos a una de las pocas industrias que mantienen vivo a este extraño país.