lunes, 24 de agosto de 2009

Acepto. Sólo sé decir te amo.

La revista peruana Fórnix, dirigida por el excelente poeta Renato Sandoval Bacigulpo, publicó en su número doble 8/9 el siguiente relato de un servidor, el cual incluimos en este blog, en un ejercicio académico-literario compartido con la Mtra. Emily Hind y su grupo de estudiantes de la Universidad de Wyoming. La portada fue realizada por un distinguido amigo y compañero de la Universidad Autónoma de Sinaloa, el Dr. Carlos Maciel Kijano.









La muerte de Gregorio fue la última que recibí con indiferencia. Desde que vivo con el virus del sida los sepelios ya no son iguales. Nada ha vuelto a ser como la última noche de mí abuelo y jamás he percibido de nuevo aquella sensación que descubrí en mi primer funeral frente a las olas... Yo era un niño de pie junto al ataúd, asfixiado por una corbata y el miedo al anciano que me aguardaba, inmóvil entre los desconcertantes flecos de tela blanca y su traje de marino retirado. Nunca he vuelto a ver un cadáver a la cara desde entonces. Ahora la muerte es diferente conmigo y despedirme de sus elegidos es una misión ineludible que me fastidia, me irrita, pero que ahora debo de cumplir sin la menor excusa... Yo, que por tanto tiempo evité ir a los velorios y sólo enviaba un ramo con una nota de compromiso, hoy debo de asistir a ellos porque mi grupo de ayuda me lo exige y también, una olvidada disciplina que me ha hecho falta y en, estos momentos, parece ser lo único capaz devolverme por una vez la calma.

"Sabes que vas a morir: haz lo mismo que nosotros. Asiste a los sepelios para acostumbrarte la idea. Antes yo quería vivir un poco más, esperando que apareciera un nuevo medicamento y cualquier noticia me levantaba el ánimo. Ya no pienso así: después de cuatro operaciones en un mes y una colostomía a principios del próximo, sólo me consuelo con la idea de que sea mucha la gente que vaya a mi funeral.

Gregorio me lo había dicho un año antes; en vano trataba de convencerme de ir al velorio de Cristóbal, otro amigo fulminado por la llamarada del sida. Yo tenía pocas semanas enterado de mi enfermedad y nada más pensaba en el suicidio o la negación. Ir a un sepelio era lo que menos deseaba. Desde entonces no he ido a ninguno: asistir al de Gregorio fue para mi tan inevitable como su muerte.

Llegué tarde con la esperanza de encontrar poca gente y mi estrategia tuvo éxito. Después de mí apareció un hombre muy agradable que tampoco se acercó al ataúd; tal vez en su infancia había pasado por algo como lo mío y mantenía prefería guardar distancia con el muerto. En su larga charla se expresó de Gregorio con el mejor afecto cada vez que su nombre aparecía, engarzado a alguna de las innumerables anécdotas de su vida musical. Aquel hombre se llamaba Eugenio y, por el tono y el desenfado, se revelaba haber conocido a Gregorio desde bastante tiempo atrás; al menos durante la época que cantaba en fiestas y bares antes de su breve carrera de compositor. La madre de Gregorio le llamaba por su nombre, anteponiéndole un respetuoso señor, aunque el tipo apenas insinuaba unos cuarenta años y sus canas, esparcidas con la elegancia de un patricio romano, cubrían un rostro que se negaba a llenarse de arrugas, tal si fuera un poco de escarcha esparcida sobre la arrugada corteza de un joven roble.

Era el momento que la gente busca para irse con discreción y él trataba de levantar el ánimo a la hora álgida del velatorio. Quedaban los parientes cercanos, los amigos leales y aquellos que no tenían adonde irse. Nunca lo había visto en mi vida. Pero no cabía duda de que era un gran amigo de la familia que no deseaba marcharse y que, además, se daba el lujo de reírse del muerto a unos cuantos pasos de ataúd; así de segura era su confianza al revivir las más disparatadas anécdotas que despertaban la sonrisa de los escasos sobrevivientes.

- ... pero aquella tipa era una arpía y Gregorio se lo dijo sin pensarlo dos veces. Al final, él pidió disculpas y juró tocar siempre la puerta de su casa antes de entrar. Pero, ¿no podía entender esa amargada mujer que el pobre muchacho estaba con el pantalón roto y ocultándose del tipo de la renta? ¿No podía comprender que Gregorio no deseaba robarse su colección de muñecas rusas? Continuaron buen rato gritándose y el cobrador los oía escondido en la escalera. Los vecinos de hoy en día, hay que decirlo, ya no se ayudan como antes.

La madre de Gregorio sonrió desde el rincón donde escuchaba la charla del hombre, escoltada por varias ancianas imperturbables y enlutadas. El hombre tenía voz modulada, similar a la de algunos anticuarios que llegan a edad avanzada hablando solo con gente de buen gusto y se quedan con ese tono en la charla común. Su público era breve: los tres amigos de Gregorio que lo asistimos al momento de morir y una pareja de ancianos - la mujer con un discreto abanico - acompañaban además a la madre, quien escuchaba con serenidad y ojos muy abiertos la trama. Junto a ellos reconocí a un amigo trasvesti, Irasema Montellano, quien por primera vez en muchos años, no se había aparecido en público ostentando las ropas con las que solía ganarse la vida.

- Un mes después, la pobre mujer se quedó sin marido. Se largó el hombre con una viuda, dueña de una zapatería frente a su trabajo. La tipa se puso una borrachera divina: llegó a su casa, rompió la cristalería, los platos, las tazas, cuanto vidrio encontró y los arrojó a la alfombra. Al final se retorció sobre ellos llorando de coraje; se quedó dormida; la encontró el conserje al día siguiente; acabó en el hospital y no se murió la muy hija de puta... En ese departamento pasó Gregorio la navidad. Terminaron los dos horneando galletas y hasta le reparó el grifo del baño mientras el pavo quedaba listo. Él siempre fue muy bueno con las herramientas… recuerdo que en mi negocio nunca necesité pagar plomero o electricista; él se encarga de todos esos detalles.

No pude eliminar un bostezo que escondí hipócritamente. Un funeral es agotador. Pasará mucho tiempo para que la gente adopte aquí la costumbre norteamericana: irse a casa y dejar solo al fallecido, para que la familia pueda descansar y el muerto también. Aquí, según nuestra costumbre, los deudos deben velar junto al ataúd toda la noche.

- Y pasaron juntos toda la noche. Terminó de arreglar el grifo y, al final de la cena, convenció a la mujer que debía arreglarse el pelo. Gregorio quizás sintió que volvían sus tiempos de la sala de belleza, antes de que Cristóbal lo convenciera a darlo todo por la música, y, a los dos de la madrugada de esa velada navideña, Gregorio le tiñó el pelo a la mujer para se consiguiera un nuevo hombre. Tan solo tuvo que pasar a su departamento para traerse las otras herramientas. Y él le cantó varias canciones con la guitarra del ex marido y algunas de las que entonces ya componía. A las seis de la mañana, casi al amanecer, Gregorio había compuesto una canción dedicada a aquella mujer abandonada.

Un rumor surgió del pasillo. Una pareja de enfermeras, irreconocibles en sus ropas normales, llegó a saludar a la madre de Gregorio. Junto con ellas apareció un grupo de estudiantes de la escuela de música donde Gregorio impartiera clase hasta antes de agravarse su neumonía. Portaban una manta con un mensaje de despedida que colocaron sin mucho aspaviento sobre el ataúd. Acepto. Sólo sé decir te amo... Una frase tomada de una canción compuesta por Gregorio, precisamente la canción que no pudo incluir en su única grabación. Al productor le pareció un título muy cursi, a pesar de que el tema era bueno y a su juicio no concordaba porque parecía demasiado distinto a las demás melodías. Gregorio, necio como siempre, se negó. Al año siguiente la canción tendría éxito en voz de un cantante más conocido.

El hombre detuvo la charla para darle su sitio a una de las enfermeras. Muy amable, todo un caballero, mientras la madre de Gregorio le hizo una seña para que tomara asiento junto a ella. Se puso de pie y descubrí que era muy alto, sumamente varonil, y no parecía ser homosexual como Gregorio. Con un brazo rodeó la espalda de la madre y la historia prosiguió. Ella sonreía con los labios fijos; triste y a la vez curiosa.

- Todo eso sucedió mientras yo me moría de frío en la estación de ferrocarril. Había perdido la dirección y varias veces marqué inútilmente a la habitación de Gregorio. Jamás me contestaron. Tuve que irme a un viejo hotelucho de mis tiempos de estudiante, cuando trabajé en el aeropuerto y apenas me alcanzaba el sueldo. Gregorio andaba redimiendo almas mientras que yo, su visitante, pasaba la noche entre extraños.

Algunos de los recién llegados se acercaron al ataúd. Uno de ellos invitó con un gesto de confianza al narrador a acompañarlos, pero él se negó con una frase cortés: No, gracias, prefiero recordar a Gregorio como era en vida, es capaz de darme otro susto si me le acerco. Encendió un cigarrillo y siguió narrando con el mismo tono de antes, como si tan solo le hubiesen preguntado por el precio de su corbata.

- Esta historia me lo contaron él y la señora varios años después, en la fiesta de promoción de ese disco. Había nacido ahí una canción; creo que la tercera del álbum, esa que tiene un solo de guitarra... Volviendo a la historia, la señora, siguiendo los sabios consejos de Gregorio para mejorar su vida personal, se lió con un señor que tenía una fábrica de guantes y se la llevó a los Estados Unidos. Pero ella regresó sólo una vez y exclusivamente para asistir a la presentación del disco donde estaba su canción. Gregorio, pudoroso como siempre, nunca le contó de su enfermedad.

Sí, era un tipo como yo. Fue grato descubrir que detestaba ver a los muertos en su última aparición pública. Yo también procuro recordarlos tal como fueron en vida para que su imagen no se haga permanente en mis pesadillas, las cuales con tanto medicamento, ahora se me han vuelto más asiduas. El hombre del cigarrillo continuó con la charla. Su escaso público mantenía el interés.

- Pero la mujer se enteró en Estados Unidos de que Gregorio se moría. Se dio cuenta, al ver que sus cartas demoraban mucho y no aceptaba la invitación que ella y su esposo le hicieron para visitarlos. Creo que alguien del grupo de ayuda les reveló el secreto y ella ofreció enviar dinero al hospital. Dijo que le hubiera gustado tener a Gregorio un tiempo en su casa de la playa. Viven en Florida, en un pueblo pesquero muy bonito. El marido es fanático de Ernest Hemingway y detesta a muerte al doctor Fidel Castro. Creo que le gustaba matar lagartos con la escopeta y capturar peces con sedal, sin usar caña, porque eso no es varonil, según él.

En ese momento olvidé donde estaba. Otra imagen me envolvía a la hora de sentir en mis oídos las imágenes de una playa tropical. Olor de algas intensas, aliento de marea unánime. Altos helechos en macetas colgantes en el pasillo, la vieja radio Wulitzer coronada de tazas de café abandonadas... una vez más el velorio de mi abuelo, en esa casa pequeña que ya era de mamá. Su único deseo había sido ser velado en la casa que fuera de sus padres... Yo volví a ser el niño aburrido ante decenas de mujeres rezando, junto a otros más pequeños que yo, indiferentes y jugueteando en las mecedoras del pasillo. Y mucha gente que nunca había visto y jamás volví a mirar entraba y salía. Tan solo a un capitán de estrecha barba, que había navegado con el abuelo en otros tiempos, volví a verlo poco después, ahora en un ataúd, la barba blanquecina, vestido con el uniforme del mismo color. Mi madre me había llevado, tal vez para corresponder, a un sepelio del que yo no sabía nada. Atraído por el morbo fui a mirar al muerto ajeno y me asusté al reconocer al mismo hombre de mar que asistiera al funeral de mi abuelo, trayéndome su imagen veloz, como si alguien hubiese cerrado de golpe la tapa del ataúd. Ese hombre, un día en la calle, me había hecho una seña y trató de acariciarme los testículos al salir de la escuela y pasar por el muelle. Yo huí aterrorizado y volví a hacerlo al descubrirlo quieto en su caja... Desde entonces no volví a mirar ningún ataúd abierto.

La gente ahora miraba mi rostro y sobre todo el tipo llamado Eugenio. No entendí que pasaba. Abstraído, temí que me hubiera puesto a desvariar o hablar solo. Adivinaron mi turbación y disimularon sus miradas. Eugenio trató de recobrar cierta compostura y entendió que yo volvía de un estado de ausencia, sin haber escuchado el instante en que me había dirigido la palabra.

- Perdone, joven, creo que no me ha escuchado. ¿Usted es Adrián, verdad? Necesito que me ayude. Esta gente quiera que yo vaya a ver a Eugenio en su ataúd y me he negado rotundamente: no me gusta ver a nadie en su caja. Y, entre los pocos que estamos, han descubierto que usted tampoco lo ha hecho. Yo no iría si sólo de mí dependiese, pero la madre de Gregorio quiere que usted y yo la acompañemos y eso es algo a lo que no podré negarme. ¿Viene con nosotros?

Imposible decir que no. Me puse en pie y tomé el brazo de la madre, pequeñita y contrahecha; casi pude visualizarla frente a la vieja máquina de coser de puro hierro que Gregorio ahora tenía de adorno en un rincón de su sala, un hermoso trofeo exigido cuando él consiguió que ya no volviese a trabajar nunca en su vida.

Avanzamos los tres hacia el ataúd y miré por primera vez a mi amigo muerto: sereno, vestido con una camisa que hace varios años le había regalado y cuya existencia creí en el olvido. Una camisa de lino blanco y cuello cerrado, estilo militar, que yo le facilité en aquella ocasión que presentó su primer grabación e irrumpió a mi casa una hora antes, nervioso por su falta de guardarropa... Días después, afirmaba jubiloso que mi camisa le había dado buena suerte y entonces decidí regalársela. Ahora frente a mi, lucía con el mismo orgullo de aquella presentación.

- Gregorio dejó una lista de cosas pendientes - me dijo la madre con voz cotidiana -: y me insistió mucho que le pusiéramos esa camisa esta noche. Quería ver a Dios con el regalo que usted le hizo. Nunca se olvidaba de usted. Siempre lo mencionaba con cariño. Siempre.

Entonces ella se retiró despacio, satisfecha por haberme hecho ver a su hijo y enterarme así de esa pequeña sorpresa reservada para mí. Me quedé petrificado, mirando a mi amigo, ya sin temor, sorprendido de lo bien que lucía en la muerte. La delgadez de la enfermedad le había rejuvenecido varios años hasta verse idéntico a los fotografías de aquella presentación, solo que ahora con la frente más pronunciada. Eugenio se quedó conmigo y me dijo que a Gregorio le gustaba dar sorpresas. No hallé que decir y sólo fui capaz de leer en voz altas las letras escritas en la manta llevada por sus alumnos que estaba frente a nosotros. Acepto. Sólo sé decir te amo, musité con la sensación de que nadie me oiría.

- A mí nunca me dijo el significado de esa canción. Acepto. Sólo sé decir te amo – dijo
Eugenio repitiendo mi frase -: según esto, había una historia oculta en esa melodía; lo confesó una vez, pero siempre se negó a contármela... decía que ese era un secreto que solo los verdaderos amantes del cine podían detectar y yo no lo era. Le rogué que me dejara saberlo y él se negó: como el cine es una de mis pasiones, esa ignorancia me hacía sentir derrotado ante él. Gregorio me contaba muchas cosas, casi todos los asuntos de su vida, pero este detalle siempre se negó a revelármelo. Dijo que sólo en el momento oportuno lo entendería. Y he preguntado a muchos cinéfilos y a nadie le sonaron conocidas esas palabras en ninguna cinta. La única pista que Gregorio me dio fue que algo tenían que ver con Casablanca.

- ¿Eran muy amigos tú y Gregorio? - le pregunté separándome del ataúd, acercándonos a unos jarrones, para dar sitio a otras personas que querían mirar a nuestro amigo. Para sorpresa nuestra, comenzaba a aparecer más gente después de la media noche. Habíamos olvidado que Gregorio y la mayoría de sus amistades eran gente que le gustaba vivir de noche.

- Bastante cercanos fuimos - me respondió Eugenio luego de ofrecerme un cigarrillo, salido de una elegante pitillera dorada. Una puerta que no habíamos visto nos reveló un largo balcón donde sería posible fumar al abrigo de la noche y hacia allá nos dirigimos, ahora con la complicidad espontánea que surge siempre entre un par de fumadores furtivos-: Gregorio y yo dejamos de vernos muchos años, pero nos telefoneábamos una vez al mes. Él trabajó un tiempo en mi restaurante: se inició en la cocina y, en alguna ocasión, lo puse a cantar a la hora de las cenas y comenzó a atraer a la gente. Es curioso, ¿no? Además, se encargaba de hacer la mayoría de las reparaciones del negocio, tal como dije hace un rato.

En el mundo femenino, es más fácil preguntar la naturaleza de la relaciones, que en el de los varones. Yo me atreví a hacérselo, sobretodo al notar el cariño con que hablaba de Gregorio. Es una manera también útil de evitar malentendidos.

- ¿Fueron pareja alguna vez ustedes?

- No, qué va - me respondió sin alterarse ni darme tiempo a enmendar mi actitud por la respuesta -: Nada de eso, mi amigo. Gregorio y yo fuimos hermanos. Somos hermanos, debería decir, porque la muerte no elimina los parentescos, según pienso yo. Él y yo compartimos el mismo padre y fui el mayor: mi madre siempre se negó a darle el divorcio a papá. Afortunadamente nos conocimos muy jóvenes y creo que por eso nunca creímos que hubiera algo malo en ser medios hermanos. Papá nos reunió algunas veces y jugamos de niños; yo siempre fui muy sólo y me alegraba de encontrarme con él... La madre de Gregorio por eso me habla de usted; si se dio cuenta hace unos minutos.

La revelación me trastornó. Era extraño saber la repentina existencia de un hermano en la vida de mi amigo a estas alturas. Alguna vez lo mencionaba vagamente, pero Gregorio no había sido muy dado a hablar de si mismo. En cambio, él preguntaba mucho por la vida de uno y se preocupaba sinceramente. Cuando el sida se me diagnóstico buscó ayudarme y yo siempre me negué, ocultándome en mi mismo y negándome a los amigos. Ahora Gregorio me daba un misterioso mensaje desde su ataúd… No quería quedarme más dudas y decidí preguntarle al hermano el secreto de la melodía. Eugenio silbó en tono muy bajo la canción compuesta por su hermano, como si inconscientemente preparara con una rúbrica de la revelación. Los hermanos silbaban de la misma manera.

- El nombre de esa canción... ¿Puede decirme el mensaje oculto o cree que debo esperar el momento como usted lo ha hecho?

Él asintió muy amable. Me dijo que no había ningún problema y bajó la voz, al parecer sin darse cuenta, para narrarme la historia: Gregorio lloraba con Casablanca. Amaba intensamente a Ingrid Bergman. Pero la respuesta de la canción no estaba en la película si no en ella, en su vida propia. Yo no sabía como conoció a Roberto Rosellini. Fue antes de la filmación de Stromboli. Él necesitaba una actriz y le mandó un telegrama con dos frases que ella contestó de la misma manera. Después de eso, los dos se enamoraron, ella dejó a su marido y aquello fue el primer gran escándalo del cine cuando la Bergman tuvo una hija ilegítima con el italiano...

- Las frases son sencillas - continuó ya en voz normal - : le confieso que me acabo de enterar viendo un documental de cine. Rosellini, que ya se sentía atraído por Ingrid Bergman, en vez de usar el teléfono o llamar a su agente le envió un telegrama con sólo dos preguntas: ¿Acepta hacer una película conmigo? ¿Sabe hablar usted italiano?... La respuesta de ella fue igual de escueta y veloz... Acepto. Solo sé decir te amo... ¿Qué le parece? Y yo me enteré hasta hace unos cuantos días, cuando Gregorio ya no tenía conciencia de nada y no podía enterarse que al fin su hermano había revelado el secreto de su canción. A quien se le ocurre. Acepto. Sólo se decir te amo... Sentí que Gregorio me decía esa frase a través de su coma; que aceptaba la muerte y aún seguía queriéndome como el hermano de tiempo completo que siempre traté de ser.

No pude más y comencé a despedirme. Eugenio me acompañó hasta la puerta. Gregorio había aceptado la muerte con una tranquilidad que me sentí obligado a imitar de ahora en adelante: Yo había sabido de lo terrible de sus últimas operaciones y no quise verlo en el hospital por temor a desplomarme ante lo que se me venía encima; además de que siempre creí que me iba a regañar con fuerza por no haber seguido a tiempo su consejos. Y yo le tenía miedo, a él y a la enfermedad. Ahora vislumbré que esta noche algo comenzaba, algo parecía tomar forma, pero aún no comprendí que situación estaba a punto de suceder.

Eugenio y yo nos demoramos largo rato en la salida. Charlamos de cosas diferentes, con la afabilidad de quien se encuentra con un desconocido y descubre que hay una afinidad secreta, sembrada imperceptiblemente por alguna amistad común. Hablamos de vinos y las especialidades de su restaurante, donde incluso servían los platillos que tanto le gustaba a Gregorio y eran la comida típica de su pueblo. Pronto ofrecería ahí una comida especial para los amigos de su hermano. Yo estaba invitado y podría asistir cuando quisiera, me dijo al extenderme una tarjeta de presentación. Bajo el nombre del sitio rezaba una interesante leyenda: Eugenio Gregorio Díaz. Anfitrión y propietario. Llamé la atención sobre la repetición nombre y me arrepentí por mi falta de tacto: a veces los medios hermanos repiten el nombre del padre debido al afán de las madres en conflicto que, deseosas de atrapar al padre, le imponen el mismo nombre a sus hijos. Eugenio aclaró mis dudas con la misma expresión con la que me había revelado su parentesco.

- Gregorio nunca se llamó Gregorio. Su verdadero nombre es Domingo, el mismo que su abuelo materno. Cuando nuestro padre murió, Gregorio era un estudiante de bachillerato. Yo era mayor y trabajaba en un almacén; así que lo ayudé a terminar sus estudios y siempre le envié el apoyo que pude al cursar su carrera. En agradecimiento a mí, él se puso mi segundo nombre cuando se dedicó a la música. Ya no se lo quitó nunca más. ¿Qué le parece? Tampoco perdió la generosidad. Nunca en la vida. Nunca.

Me alejé bajo una lluvia de ecos veladamente telegráficos. Las gotas caían sesgadas ante la luz del alumbrado público y la madrugada llenó de opacidades azules la negrura del firmamento. Había un olor a frescura de hojas en las aceras y en algunas ventanas comenzaban a encenderse luces que más tarde se apagarían, casi al mismo tiempo que los faroles. Caminé a mi casa, dispuesto a conciliar el sueño y regresar descansado al sepelio. La existencia de Gregorio parecía pasar ante mí, iluminada por los secretos de su vida, desenterrados por la muerte, vueltos a sentirse como una melodía vibrante, una melodía que sólo yo y su hermano podíamos escuchar, oculta tras las profundidades de aquella madrugada, desleída por la llovizna que nos envolvía a todos, secreta cual manto invisible. Alguien desde alguna parte podía mirarnos y detenerla con un silencioso gesto. O quizás también ahora se daba el lujo de ignorarnos, consciente y conocedor de que la muerte puede terminar con una vida, más no con una relación. Qué extraño es el estado civil de los muertos. ¿La verdadera vida será ese instante en nos separamos y luego volvemos a encontrarnos? Sólo existe una manera de saberlo. Ahora Gregorio ya sabe lo que es cierto. Ahora yo silbaba una canción al caminar. Ahora me sentía vivo. Acepto. Sólo sé decir te amo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Desocupado Lector





Es casi normal que algunas mamás, cuando sorprenden a sus hijos leyendo en un rincón, acudan una terrible sentencia: “a ver, tú que no estás haciendo nada, ven y ayúdame con esto”.
Sucede igual cuando ven la televisión, algo por lo general visto como un derroche de tiempo, intelecto y energías, aunque hoy ya se aprecien excelentes documentales, además de un cine con una propuesta artística, diferente a la de Hollywood.


La lectura, incluso la lúdica, aquella que se hace por divertirse o pasar el rato, es y puede ser a veces más didáctica que los textos contemplados con ese fin. El joven que desentraña un libro de Harry Potter (no me da rubor el ejemplo) pone en marcha los mecanismos mentales de la visualización, el análisis y la memoria, todo al mismo tiempo y sin estar en conciencia de la automatización del proceso.
La falta de esa lectura nos ha hecho un poco retraídos en cuestiones expresivas. El mexicano promedio usa un vocabulario limitado; más o menos con el mismo número de frases y expresiones de uso común en una telenovela. Ya no verbalizamos; no acudimos a fraseos aventurados o buscamos matices en una conversación a través de los temas o el ritmo de los enunciados… Sume usted que aquí en el norte la gente es muy parca para hablar o a veces, de plano, no tiene ganas ni de saludar a nadie.

Para la gran masa, leer un libro “de puras letritas, que no tenga dibujados los monos en acción” equivale a escuchar los discursos de una sesión en la Cámara de Diputados. De no ser por Corín Tellado o Marcial Lafuente Estefanía – ambos escritores de origen español – muchos mexicanos no se hubiesen atrevido a franquear las puertas de una historia cimentada en la sola presencia de los tipos de imprenta.

Tengo un amigo al que considero un buen lector, aunque lee menos que la mayoría de mis conocidos escritores o profesionales ligados a la literatura. Dicho amigo es abogado de formación y ejerce el magisterio; nos vemos o coincidimos cada dos o tres meses y siempre, al inicio de la charla, me narra su opinión sobre alguna novela leída en el ínter, todo esto con detalles y deseos de saber mi criterio, en caso de que conozca al libro o al autor.
A pesar de que, sacando cuentas, mi amigo no lee más de diez libros al año, lo considero un buen lector. Se da tiempo de asimilarlos con calma y hace algo que casi es una labor de extensión cultural: su conversación, aún con personas no cercanas al gusto de la literatura, incluye comentarios de los textos que ha disfrutado en ese tiempo.

Personas así leen sin meterse en problemas. Por el gusto y el placer de hacerlo. Esos son los lectores vivos que muchas veces mantienen en movimiento no sólo una industria editorial, si no que crean una conciencia lúcida en el entorno de una visión del país y a su vez, alejan el conformismo, la credulidad y el Alzheimer de su cerebro.
Yo me he vuelto un lector más sangrón, que no es lo mismo que exigente. Si a estas alturas de mi vida abro un libro y no ocurre nada en mi mente durante diez minutos, mejor lo cierro. Aunque eso viene porque a veces leo cosas por obligación e incurro en el exceso.

No condeno a quienes leen a Pablo Coelho, a esta señora que escribió “Crepúsculo” o quienes, hace unos años, tomaron como Biblia el regular texto de Irving Stone sobre la vida de Van Gogh. Fue curioso como la gente buscó dicho libro al poco tiempo que un millonario compró “Los girasoles” porque combinaban con una pared de su oficina.
Leer libros de moda no es condenable. El acto de leer y comprender no debe ser pasajero, ni depender de temporadas. La moda, por definición es efímera. La tradición sostenida es aquello que en verdad cuenta.

martes, 18 de agosto de 2009

Woodstock 40

Woodstock ha cumplido cuarenta años. La terapia colectiva, el concierto egregio celebrado en una granja del estado de Nueva York, ha llegado a la cifra mística que oriente dio a nuestro imaginario colectivo a través del cristianismo y las Mil y Una Noches. Cuarenta días y cuarenta noches; cuarenta ladrones; cuarenta días en el desierto; cuarenta jornadas de la cuaresma…

No es idea de este texto equiparar aquel reventón catártico con las experiencias religiosas, aunque para algunos su asistencia fue como asumir un credo. En la antigüedad, el número 40 representaba una inmensidad remota y sagrada. Hoy decimos “un millar” o “casi un millón” sin razonar que estas cantidades, a escala planetaria, no son tan grandes.


Es lejos y a la vez cerca. Aquellos que tenían 20 años en el momento de Woodstock hoy ya gozan de la edad reglamentaria para acceder al INSEN. En cambio, los que vivieron la posterior réplica jipiteca de Avándaro, todavía siguen siendo adultos menores.


En el concierto de Woodstock, Jimmy Hendrix, pocos años después fallecido de una sobredosis, interpretó el himno gringo a ritmo de Rock & Roll, como una manera de decir que, si bien la mayoría de los presentes estaban contra la guerra Vietnam, no por eso iban a dejar de ser estadounidenses.

Aunque fue un fenómeno esencialmente gringo, las bases de una cultura más agresiva y contestataria parecen haberse reafirmado ahí, luego de las diversas trepidaciones de los 60s, ya fuesen la muerte de Martin Luther King, el ataque a Bahía de Cochinos, el mayo del 68 en Paris o el 2 de octubre en Tlatelolco.

La brecha general quedó abierta. Aquí en México, Díaz Ordaz dio la orden fulminante desde la Presidencia; pero pocos meses después, su hijo Alberto se reventaría en Avándaro con buena parte de la junioriza política del mexican stablishment.

Siempre corrió la leyenda de que Jim Morrison, por esas fechas, había tocado en una orgía desenfrenada en Los Pinos, hecha en ausencia de don Gustavo y cancelada por el Estado Mayor. Manuel Avila Camacho, sobrino del ex presidente y también superjunior, confesó que en realidad Morrison había aceptado tocar en el Hoyo Fonqui de un amigo de ellos y, regocijados por tener al fin al profeta en su tierra, se fueron festejar a la casa de Alberto con esos trágicos resultados.
Por culpa de ese grave error de cálculo, se canceló la tocada y fueron cerrados varios antros de la Ciudad de México. Afortunadamente, aquí en Mazatlán dejaron vivo al Mauna Loa.

Woodstock hasta cierto punto quedó legitimado cuando el filme sobre dicho concierto ganó el Oscar a Mejor Documental en 1970. Aportó la modalidad de tres planos distintos en pantalla, algo que fue copiado por la biografía de “Selena” de Gregory Nava, provocando un alto desgarramiento de vestiduras entre rockeros de la vieja guardia y algunos cinéfilos.
Aquí en México no sólo nos deben un documental digno sobre Avándaro, sino también una muestra literaria. Varios escritores de calidad fueron testigos de esta eclosión entre rebeldía, juventud sitiada y los paraísos artificiales de la droga. Esto fue el 11 de septiembre de 1971.

La nueva versión de Woodstock fue impactante pero no tanto. Quedan las imágenes de los jovenzuelos saltando en el lodo formado por la lluvia, las colas al baño y el helicóptero a punto de ser derribado por los fanáticos. ¿Nacimiento o fin de una era? No lo sabemos: la cuerda de aquellas guitarras aún sigue retumbando por el aire.

lunes, 10 de agosto de 2009

Habla de los amantes






Buscando una frase perdida de la dulce Simone Weil, encuentro el fragmento de una carta de Hermann Hesse dirigida a un joven de 18 años. La carta fue escrita en Montagnola (Suiza), el 28 de febrero de 1950. Habla de los amantes... (amantes no siempre quiere decir infieles).


“A ellos les sucede cierto día que tropiezan con la realidad desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su sueño que se llama yo, contemplan el rostro de la vida, su horrible y maravillosa grandeza, su inmensa plétora de dolor, aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos responden a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y definitivo, con el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a los hambrientos, a los enfermos, a los viciosos, no importa quién, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Éstos son los verdaderos amantes, los santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que aspira más que a la norma y a la rutina, ganados por su sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Pues el genio es amor, es anhelo de abnegación y no se satisface sino en este último y total holocausto”.

Simone Weil, que murió inmolada en algo que algunos han llamado anorexia mística, cumple con el extraño requisito de morir en la entrega de un sueño o ideal intangible. Para ella “el amor no es un consuelo, es luz”... Que quedé en esta página un poco de su luz.

domingo, 9 de agosto de 2009

D.F. Profundo



Vista desde la ventana del hotel



Apenas subo al vagón y, no sé por qué, me quedo con la impresión de que el Metro hoy tiene más luz que antes. Una voz femenina anuncia el nombre de la estación: “Zócalo”, pronunciado con pretensión de línea aérea y al instante le sigue una música francesa instrumental, además de la voz de Edith Piaf, entonando “La Vie en Rose”…

Avanza el vagón y descubro que no todo es de ese color, a pesar de que viajo en la línea azul, justo por el tramo donde no corre subterránea y nos inunda la luz del agosto capitalino, todavía con el aire despejado de las vacaciones y que tanto impresionó - en su momento - a Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo. La región más transparente.


Ilusión: sucede que los vagones se ven más luminosos porque las puertas intermedias, por lo general cerradas, han sido abiertas desde la emergencia sanitaria a la fecha y por ello el metro luce menos oscuro, menos hacinado, un poco más espacioso.
La música que he escuchado tampoco es ambiental. Sucede que los tradicionales merolicos se han modernizado y hasta educado un poco.

Llevan una mochila con una bocina de alta calidad, conectada a algún ipod desde el que emanan las melodías que escucharemos en el trayecto, las cuales suenan en un volumen aceptable y nos permiten a los pasajeros escuchar un buen pedacito, antes de anunciar los detalles de la venta. “Como una promoción especial, usted se va a llevar este compacto con 27 éxitos de la canción francesa por tan solo diez pesos! ¡Le cuesta, le vale tan sólo dieeeez PEEESOOOS!

Hasta eso que es uno solo por parada, así que en la siguiente subió una señora de cuyo morral emanaba la nostálgica voz de un cantante ingles nacido en Gibraltar, Albert Hammond, y su ancestral one-hit-wonder “Eres toda una mujer”… Ya en Villa de Cortés apareció un joven melenudo con aires de los “Creedences” y, al bajarme en Ermita, un venerable caballero ascendió con los ritmos de Marco Antonio Muñiz.

Los exteriores del metro siguen iguales. Los puestos de fritangas, el oscuro aceite acumulado en los comales, de ese color que según el gourmet Ernesto Trejo le da el verdadero y justo sabor a los tacos de suadero. A los provincianos aún nos cuesta ver a gente tan trajeada y elegante echándose un taco de longaniza y otro de cachete en una esquina llena de moscas. ¿Serán ellos una alegoría viviente de las contradicciones que asume para sobrevivir este país?

Regreso al Centro Histórico y camino por las calles, buscando una clavija para el conector de mi teléfono. Por Francisco I. Madero –la antigua Plateros – abundan negocios de objetos electrónicos importados, pero no consigo la pieza: todos me quieren vender el juego completo por 400 o 600 pesos, a mí que sólo me interesa un adaptador que no debería valer más de 50. Sigo caminando; al cabo es agradable la música de los organillos.

Mi periplo me lleva hasta Reforma y Bucareli. Decido entra a EL UNIVERSAL a saludar al amigo Alejandro Páez, quien por suerte pudo recibirme sin previa cita y me hace un recorrido por la redacción. Le pido permiso para recargar mi teléfono en su computadora y termina regalándome su cargador.

Al salir, me entero que el objeto que busco sólo podría haberlo encontrado en un tianguis de mercancía pirata. Una manifestación de maestros pasa frente a mí, con destino al Zócalo, y pide más apoyo a las universidades y menos a los bachilleratos técnicos que nos pueden convertir en un país de maquiladoras… Seamos diferentes, seamos creativos, seamos pensantes.

Creo que vivimos un espejismo y nuestra modernidad es como los ambulantes del metro: mejores equipos, mejor comportamiento, pero en el fondo la misma pobreza y el mismo modelo económico que nos aturde, asfixia y nos quita los sueños antes de que muchos podamos comenzar a tenerlos.

domingo, 2 de agosto de 2009

El dios Amón Ra y mi teléfono



Manos del escriba egipcio del Museo del Louvre


En diciembre pasado, tuve que cambiar de teléfono celular. Traté de conservar el número anterior, pero no me fue posible, así que procedí a enviarles correos y mensajes de texto a las personas con las que convivo y laboro a diario para enterarles de la contingencia.


Ya estamos en agosto y no pocos me siguen llamando al número anterior. Mantengo el teléfono viejo encendido y con crédito mínimo porque me he resignado a que sigan marcándome ahí, donde dejé una grabación recordando el nuevo dígito… No hay remedio con la sociedad del siglo XXI,


Esto incluye tanto a personas que frecuento a la semana como amigos distantes que me llaman muy a lo largo, tanto de aquí como de otras ciudades. Pero son más de doce personas - cultas todas y con sentido común-, las que insisten en localizarme en el número anterior, lo cual se vuelve en un inconveniente para ellos y para mí, especialmente en caso de emergencias. Aparte se enojan porque según ellos nunca les contesto.


Ya les he dicho que lo borren y me dicen que lo van a hacer, pero que se les olvida o que todavía no le entienden al teléfono que usan ahora. El olvido se vuelve más grave porque por lo general el dato se registra como “llamada recibida” o "número marcado" y solo es cuestión de “guardar número” o “editar contacto”.


Pasan unos días y me llaman de vuelta al otro artefacto, el cual mantengo en un buró en constante mutismo para que deje dormir. Si llego de la calle y veo que parpadea un foco rojo es porque otro despistado ha recurrido al número que dejé de usar en diciembre y ahora tengo la obligación de devolverle la llamada para que no se me ofenda.

No me molesta esa insistencia. Fui feliz muchos años sin teléfono. Me preocupa la tremenda fuga de neuronas que enfrentamos desde que no tenemos la obligación de memorizar cifras y asociarlas con una persona en particular.


¿Porque los celulares han embotado la memoria de muchos? La explicación la encontré en una página de leyendas del antiguo Egipto, citada por Platón en el Fedro. En ella, el dios Toth, equivalente egipcio a Prometeo, dialoga con el supremo Amón-Ra sobre el gran invento que ha dado a los hombres: la escritura.


A pesar de que la teología egipcia depende mucho de “El libro de los muertos” – la religión de los faraones fue la primera que tuvo su “manual sagrado” y algunos se atreven a decir que de ahí provienen los cultos modernos – Amón-Ra no se muestra muy contento con ese invento y pronostica que los hombres se volverán menos inteligentes con la capacidad de leer y escribir. Inclusive anticipa a las computadoras y a esos sabihondos que nos hacen creer que la acumulación de conocimientos es la sabiduría. He aquí la cita textual:


“Tu hallazgo fomentará la desidia en el ánimo de los que estudian, porque no usarán de su memoria, sino que se confiarán por entero a la apariencia externa de los caracteres escritos y se olvidarán de sí mismos. Lo que tú has descubierto no es una ayuda para la memoria, sino para la rememorización, y lo que das a tus discípulos no es la verdad, sino un reflejo de ella. Serán oyentes de muchas cosas y no habrán aprehendido nada; parecerán omniscientes, y por lo común ignorarán todo; será la suya una compañía tediosa por qué revestirán la apariencia de hombres sabios sin serlo realmente”.


¿Habrá sido por eso que los egipcios, un pueblo civilizado con una gran cultura de la imagen como la nuestra e impulsor de centros educativos, no socializó la enseñanza de la escritura y volvió a los escribas una clase especial, criticada incluso por Jesucristo en su momento? El dios Amón, en su gran barca solar, seguramente no contestará a su celular para darnos la respuesta.